domingo, 28 de febrero de 2016

Excusas

Cada vez que le hablaba del último sobre rechazado, de los problemas con el franqueo postal, de la invalidez de los sellos nacionales más allá de nuestras fronteras, del conflicto en el proceso de armonización de los sistemas de Correos, de la inoperancia de los empleados del servicio postal, que no siempre encontraban Laponia o de cómo la nieve dificultaba las comunicaciones en aquellas latitudes; mi hijo, con más resignación que convencimiento, aceptaba mi esforzada inventiva y el triste pijama que mi sueldo se podía permitir y se iba a la cama esperando que la próxima Navidad el sobre con sus ilusiones por fin llegara al Círculo Polar.

viernes, 26 de febrero de 2016

Siempre nos quedará el sabor de un Sugus

Siempre me reservaba un chicle en el bolsillo trasero de sus pantalones ajustados, y sus besos después de comer sabían a clorofila cálida, o a Sugus de piña algún viernes cuando le pillaba a traición al salir de clase y sus reservas ya habían menguado.

Han pasado años desde entonces, pero los recuerdos que esos olores y sabores me evocan son tan presentes que resulta tremendamente complicado no dejarse arrastrar por la ola arrasadora de nostalgia, sentirse hundido en el mar de añoranza que de forma traicionera te quiere hacer creer que todo tiempo pasado fue mejor. Son momentos en los que te acurrucas en ese rincón privado que tienes en tu cabeza entre los recuerdos y la autocompasión, esperando que pasen las horas sin más.

Una sonrisa a contrapié de alguien que pasa por la calle, el olor de los jardines recién regados, la luz del sol difuminada en la humedad que sube desde el río y haciendo brillar los objetos extrañamente igual que aquel día, la temperatura exacta del aire, más propia de otro lugar y otra fecha,... Una combinación cruel de circunstancias que súbitamente abofetean tus percepciones y te arrancan de la realidad imperfecta hacia la que se ha deslizado tu vida, y transportarte así a recuerdos intencionadamente imprecisos y narcóticos que te paralizan, como al pequeño animalillo al que el miedo congela ante la mirada asesina de su predador.

Removí el té con la cucharilla, sin mucha esperanza de que esas sensaciones se disolvieran en la taza con el azúcar, mientras mantenía en la otra mano la galletita con tropezones de sabor a clorofila que había conseguido atenazar mi voluntad con un solo bocado. El resto de clientes de aquel café en una plaza tranquila de la ciudad hablaban en voz baja o enmudecían, quién sabe si víctimas de recuerdos similares a los míos, o simplemente sufriendo en silencio la letra de la canción que sonaba a bajo volumen.

Observé al camarero, que parecía morir de melancolía eterna junto a la vieja radio por la que se escuchaban los últimos acordes del Wish you were here de Pink Floyd, más madera para alumbrar una tristeza perenne que amenazaba con no irse nunca. Tenía que salir de allí, así que renuncié a terminar la maldita galleta, dejé unos francos en la mesa y salí sin mirar atrás a descubrir aquella ciudad en la que nunca había estado pero que me evocaba vidas pasadas que jamás habían ocurrido.

Llegando a los Campos Elíseos, una banda callejera hacia una valiente declaración de intenciones contra el lujo reinante: «Des bijoux de chez Channel, je n'en veuz pas». El ritmo alegre aunque melancólicamente démodé de aquella canción me hizo dar algunos pasos al ritmo de la música, y por unos instantes burlé a las lágrimas insolentes que amenazaban mis ojos mientras canturreaba, acunado por la voz cálida de la intérprete, moi j'veux crever la main sur le cœur.