Te
quiere, mamá; se enorgullece de ti, papá; te admira, tu hermana Marta; te
añora, el abuelo. Se apiadan de ti los vecinos al recordarte todos esos
sentimientos de tu familia, al darte ese abrazo que no sabe cómo reconfortar;
se solidarizan los compañeros de trabajo, torpes con las miradas que no
encuentran el modo de consolar. Se horroriza el mendigo de la esquina, el de la
parálisis cerebral, el que sólo tiene vida en los ojos; esos ojos que,
prisioneros de sí mismo, recorren las urnas funerarias para terminar posándose
en los tuyos y en el brillo malvado que sólo él comprende.
lunes, 19 de diciembre de 2016
lunes, 12 de diciembre de 2016
LOS CAPRICHOS
De un certero bocado, le arrebató
el pincel y, sin volver la vista, se dirigió a gatas hacia el diván,
contoneándose dadivosa en el ofrecimiento de sus caderas desnudas. El maestro
apretó los dientes observando malhumorado el espectáculo de su impertinente
modelo. Sabía que si se dejaba embaucar por los caprichos de una noble podía
darse por hombre muerto, especialmente en este país de curas que le había
tocado en suertes. Así que buscó otro pincel en su bata y, sin dejar de admirar
su femineidad exuberante, soltó un improperio.
‑¡Copón bendito! Sepa vuesa
merced, que en el próximo retrato posará vestida. ¡Y no se hable más, pues!
LOS NUEVOS CORDEROS
El otro, hombre o mujer, siempre
muerto o vivo, o muerta o viva, qué más da: poco sentido tiene
asignarle género a una aberración incapaz de reproducirse siguiendo los
parámetros que el Creador ordenó en el Comienzo. Asumamos que quizás éste es el
Final, pero a su vez un nuevo Comienzo en el que nosotros, pecadores, ya no
contamos en los planes de nuestro Padre Eterno, el único que seguirá aquí para
regocijarse en la contemplación del Otro, su nueva criatura. Hermanos, no os
apenéis y rezad. ¡Rezad y salid gozosos a las calles! ¡Difundid la Nueva, que el
Otro os comulgue y mute vuestra Carne viva!
lunes, 5 de diciembre de 2016
¡CORTEN!
De un certero bocado, le arrebató el pincel y, con ojos
traviesos, descendió golosa recorriendo con dedos de manicura perfecta su pecho
cada vez más acalorado. Bajando hacia las caderas, le quitó con pericia pasmosa
el mono blanco mientras que, sin soltar el pincel de sus labios, fue capaz de
pronunciar sensual y con una habilidad encomiable no sé qué declaración sincera
sobre la preferencia de las brochas gordas. Él, con una sonrisa creciendo de
forma directamente proporcional a su palmaria excitación, ya no oía nada,
tampoco la voz que preguntaba a gritos desde un megáfono quién había dejado
entrar a ese zoquete en el estudio de grabación.
viernes, 2 de diciembre de 2016
Crítica de cine: LA REINA DE ESPAÑA
Una película de otro tiempo y
para otra gente.
Obviando la polémica para
patriotas tontos que ha rodeado a Fernando Trueba y sus declaraciones sobre su
españolidad, obviando la estupidez del boicot a algo muy español pedido por los
que se consideran más españoles todavía, voy a comentar las impresiones que he ido
madurando tras ver La reina de España.
A pesar de lo que me divertí hace
18 años con La niña de tus ojos, no
me atraía en exceso el tráiler de la continuación de las desventuras de
aquellos cómicos españoles que se las ven en Alemania con la cúpula del régimen
nazi mientras aquí había una guerra; pero circunstancias que no vienen al caso
me hicieron adelantarla en la lista de películas pendientes.
El caso es que comparando con el
cine hecho aquí que he visto en los últimos meses, La reina de España se me queda fuera de la senda que otros están marcando.
Pareciera un homenaje póstumo o un epílogo a algo que ya no es. Y
lamentablemente un homenaje muy descafeinado, quizá por eso considero que es un
epílogo, porque o se repiensan las cosas o ese cine de chiste fácil más tópico
que gamberro, de comedia entretenida que quiere reivindicar, pero sin pasarse
(para llegar a todos los públicos), algo que ya todos deberíamos dar por
asumido; se diluirá en sus propios recuerdos de viejas glorias.
La reina de España parece un homenaje que Trueba hace a sus personajes
de hace casi dos décadas, a la profesionalidad de los trabajadores del cine que
hicieron cantera con las superproducciones norteamericanas que se grabaron aquí
a mitad del siglo pasado (esfuerzo encarnado en un siempre eficiente Javier
Cámara), un homenaje a sus propios actores y al mismo tiempo un lienzo suave de
aquel país y su cultura (interesante la charla en la que los cómicos citan las conversaciones
de Salamanca y el realismo cinematrográfico, o incluso la censura de la escena
del beso, que intuí como homenaje al también melancólico Cinema Paradiso).
Pero poco más.
La sucesión de chistes
tópicamente fáciles (incluidos los referentes a la homosexualidad, que no
llegué a discernir si eran retrato irónico de la hipocresía y la opresión
censora o necesidad de recurrir al lugar común) eran reídos, eso sí, por un
público en general complaciente y con una edad media claramente superior a la
de las películas que he visto últimamente. Un público que había ido a pasar un
rato entretenido. Eso se podría decir de La
reina de España, que es una película entretenida y que se queda en eso a
pesar de todo lo que intenta encerrar dentro de su historia (más en la primera
parte que en la segunda).
Es una pena que una película con semejante
reparto no consiga sacarles con la historia contada el potencial probado de
muchos ellos tanto para la comedia como para el drama. Al final cada uno de
ellos hace lo que sabe, desde la capacidad de la caricatura de Santiago Segura
o Jorge Sanz hasta la “raza” de Penélope Cruz, contando una vida de alguna
manera paralela a la suya propia, pasando una digna Sardá o un hace mucho
tiempo comedido Antonio Resines. En general, todos ellos podían haber sido
mejor aprovechados si la historia, especialmente la del rescate, plano y
anodino; hubiera tenido más idas y venidas. Sabemos que Trueba sabe construir
la atmósfera propicia y contar esos retruécanos y carambolas, por algo ganó un Óscar y tiene un buen puñado de Goyas.
Pero no ha sido esta vez.
jueves, 24 de noviembre de 2016
SÚPERFAN
Espero que puedas perdonarme, siempre he admirado -casi
envidiado- tus virtudes. El perdón es cualidad de espíritus elevados, de gente
como tú: divina, etérea, por encima del bien y del mal, en el sentido bueno de
la expresión, ya me comprendes.
Quisiera ser como tú, ¿sabes? No, no llores, lo digo en
serio.
Qué suerte haberte encontrado sola para contarte todo esto
que me revuelve las tripas. La suerte… Paradójico que esté sólo a una letra de
la muerte, ¿verdad? Pero tranquila, no me perdones si no quieres. Total, para
qué serviría el perdón de un nuevo mito. Anda, hazlo fácil, cierra los ojos.
martes, 22 de noviembre de 2016
Crítica de cine: QUE DIOS NOS PERDONE
Los monstruos que llevamos dentro a veces no nos hacen tan diferentes de los monstruos que aparecen en la crónica de sucesos de la prensa, de ésos que cuando sabemos de sus crímenes o barbaridades nos hacen preguntarnos en voz baja: «¿cómo puede haber gente así?».
Es posible que lo único de nos
distingue de ese monstruo que, según los vecinos, «siempre saludaba en el
portal» sea la, a veces muy delgada, barrera de la empatía con el prójimo, esa
ventaja evolutiva que nos diferencia de otros animales sociales; y que mientras
más avanzamos hacia un mundo individualista en el que lo comunitario pierde
valor en el mercado (des)social de la oferta y la demanda, más se va diluyendo
en el día a día de la supervivencia y el sálvese quien pueda.
En Que Dios nos perdone tenemos a dos policías del departamento de
homicidios y muy poco empáticos buscando a ese monstruo, un posible asesino en serie y violador de ancianas en un Madrid caluroso, correoso y agitado con la confluencia de mareas
sociales que chocan entre sí. Pero durante la investigación policial los protagonistas
no sólo van a encontrar a ese monstruo, sino que también lidiarán
con el que ellos llevan dentro, que en ocasiones llega a escapar con una
facilidad preocupante.
Antonio de la Torre vuelve a
estar sembrado interpretando a un personaje atormentado, con terribles
borrascas interiores, y esta vez además tartamudo, sumando a su discapacidad
social otro problema palpable al exterior que sirve para que el director
Rodrigo Sorogoyen nos muestre las auténticas discapacidades o virtudes
empáticas de quienes le rodean. Uno de ellos es su compañero Roberto Álamo, que
encarna con una facilidad pasmosa a un personaje que nos puede resultar
terriblemente familiar, un broncas violento y excesivo que en su necesaria
demostración de su posición dominante sepulta el resto de aspectos personales,
para desgracia de quienes le rodean (familia, compañeros, amigos…).
Rodrigo Sorogoyen recorre esta
vez un Madrid diurno, asfixiante, ruidoso, cercano y decadente, a diferencia del
retrato más frío de la ciudad que nos enseñó en su anterior e intimista Stockholm. Y nos lo enseña con gran
parte de su circunstancia social, con personajes verídicos orbitando creíbles
alrededor de los protagonistas, vibrando al ritmo de la investigación y de la
lucha de ambos contra ellos mismos, y tratando de sobrevivir a pesar de, también, ellos mismos.
De aquella película recupera a
Javier Pereira, convertido en otro tipo de depredador muy diferente al que
interpretaba allí, con bastante más empaque que aquel personaje.
Desde el punto de vista de la
trama policial, se me quedó coja la forma en que se
va cerrando, quizá porque estaba esperando un alarde digno de Sherlock Holmes,
cuando realmente la vida se parece más a lo que nos narra Sorogoyen:
casualidades, casos cerrados en falso que se diluyen, hipocresía y villanos en
todos los niveles.
Lo importante es, en todo caso,
tener controlados a los monstruos.
miércoles, 9 de noviembre de 2016
ENTRE LAS NUBES
Sigo observando mi trocito de cielo y me gusta. Queda allí al oeste, un poco a la izquierda mirando desde nuestra cabaña vacía hacia el río, donde la choza del chamán. Me cuenta que un día, cuando mi cuerpo también se canse de estar aquí, dejará que mi espíritu suba libre hacia esa parcela de estrellas iluminada por el sol de la tarde. Yo quiero irme ya, porque quien está cansado es mi espíritu, pero el chamán me acaricia el pelo y me dice que sea fuerte. Miro allí arriba y sonrío esperanzada al saber que toda mi familia me espera entre esas estrellas del oeste.
lunes, 17 de octubre de 2016
FE
-¿Qué cortinas? ¡Esa cocina no tiene ventanas! ¡Ni había
rastro de fuego!
-¿Qué insinúa comisario? ¡Prevéngase de los ardides del
Maligno para mostrarle lo que no es! ¡Ser el brazo ejecutor de Dios para acabar
con el fruto del pecado no es agradable! Su duda ofende al Altísimo. No
cuestione mis convicciones.
jueves, 13 de octubre de 2016
RUTINAS
Poco antes de que los domingos
fueran amargos cocinaba arroz para dos en aquella cazuela que compraron para su
vida en común, con vino siempre en la copa. Como esas cosas que crees que serán
eternas, nunca lo valoró, ni cuidó: la vida era una sucesión de rutinas entre
dos.
Jamás reflexionó sobre la
posibilidad de otras vidas. Ahora pensaba mucho en ello. Demasiado.
Restó importancia a esta obsesión
sobrevenida y volvió a casa a comer cualquier plato precocinado, de pie en la
cocina, para no ensuciar. Tras la siesta, si el vino quería, bajaría nuevamente
al parque a odiar a las parejas que paseaban de la mano.
lunes, 10 de octubre de 2016
SPRITZ
Poco antes de que los domingos
fueran amargos tuvieron el sabor insoportablemente edulcorado del té con
melocotón degustado con la familia de ella al salir de misa.
Jamás volvería a tomarlo sin
recordar las bromas pacatas y blancas con las que aquellas gentes de gominola
acompañaban el refrigerio de los domingos. Escapaba de allí buscando el placer
ácido y picante del licor de jengibre que tan bien definía a sus nuevas y
prohibidas amigas: lúbricas, medicinales, divertidamente chispeantes...
lunes, 26 de septiembre de 2016
LAS NAIPES PREDESTINADOS
Y le manchaba los dedos de harina al entregarle el paquete de
naipes con el que realizaba el siguiente de sus números.
Toda la Corte, con la aquiescencia del Emperador, aún
celebraba con exagero su bufonada previa en la que, imitando al Panadero Real,
se llenaba la boca de harina. Era una de las ocurrencias preferidas del
monarca. No tanto como el de «Los Naipes Predestinados».
A pesar del júbilo general, el favorito del Emperador se
limpió silencioso y angustiado la harina de sus dedos. Intuía que la carta que
le saldría en el juego no sería aleatoria. Tragó saliva y encaró a su destino: el
Bufón era sólo un instrumento.
lunes, 19 de septiembre de 2016
MIS CORAZONES
El lápiz con el que ella, cada
mañana, se lo dibujaba solía durar poco más de diez corazones, dependía de su
humor al apretar más o menos, de cómo estuviera de inspirada o de si había
llovido. Entonces, bajaba a la papelería y pasaba horas deambulando entre
expositores, como si nunca antes hubiera necesitado un lapicero, hasta que él
la atendía. Con cada visita ella descubría algo más de sus aficiones y
costumbres, incluso que subía a internet fotografías de pintadas románticas
encontradas por la ciudad. Después, volviendo sola a casa, se preguntaba cuándo
descubriría que los corazones con sus iniciales estaban dibujados con esos
lápices importados que sólo él vendía.
domingo, 18 de septiembre de 2016
FIN
Es algo que tiene que ver con la sal,
es el roce de la arena en tus pies.
Es quizá el bramido indómito del mar,
puede ser el sol rodeándote la piel.
Son los recuerdos apelotonodos,
juegos de agua y risas en la orilla,
la ilusión de un «Premio» en el palo del helado.
el «acuérdate de dónde está nuestra sombrilla».
Son las siestas al amparo de una cortina,
la difícil elección entre sandía y melón,
los puestos de melocotones en el arcén,
el olor a pescado en el espigón.
Es la niñez presa en la arena,
la adolescencia adormecida en la playa.
Brochazos pasados de otra vida,
una lágrima varada al final del verano.
martes, 13 de septiembre de 2016
Crítica de cine: TARDE PARA LA IRA
La gente corriente, quienes siempre saludan, los que bajan a tomarse el carajillo al bar o te ceden el asiento en el autobús, no necesariamente son lo que parecen.
Todos somos gente corriente, y todos nos hemos imaginado alguna vez haciendo alguna barbaridad o quizá reparando alguna injusticia, cometiendo una venganza que hemos considerado necesaria, como si fuéramos el tranquilo y pacífico granjero de un western que ha de recorrer medio estado para dar su merecido a quienes han acabado con todo lo que le importaba en su vida.
Se podría decir que Tarde para la ira es un western ambientado en la España actual, con personajes muy reconocibles que hemos visto más de una vez por nuestro barrio; o se podría decir que esta película nos cuenta una historia que de una forma u otra ya hemos visto en infinidad de presentaciones anteriores, sea por escrito o en audiovisual.
Pero eso no es motivo para dejar de ir a verla, muy al contrario, el gran mérito de Raúl Arévalo con su ópera prima es tejer una película que te engancha y te mantiene contra la butaca esperando el posible momento en el que todo gire de forma inesperada.
Desde el primer plano secuencia, con persecución automovilística a lomos de una cámara subjetiva, ya se hace una declaración de intenciones de que no vamos a ver algo convencional.
A continuación tenemos una presentación de personajes moviéndose por un naturalismo conseguido con cámara al hombro que casi te hace creer que la historia desembocará hacia un cauce de cine protesta independiente, pero no, estamos viendo a gente corriente que se va a embarcar en la segunda mitad de la película en un viaje muy jodido.
Y así es, en un giro de guion lento y trabajado vamos descubriendo cada vez más cosas de estos personajes, hasta discurrir por la ira que se menciona en el título.
Historia que parece de buenos y malos pero que nos pone frente a frente contra nuestras contradicciones éticas y morales: nadie es tan bueno y nadie tan malo, el pasado es el pasado y no somos más que una evolución de diferentes estados. ¿A quién de nuestros estados pasados hay que juzgar? Esa pregunta me la hice en uno de los momentos más tensos de la película, con Antonio de la Torre convertido en una especie de Charles Bronson implacable en su búsqueda.
Sólo por eso ya me mereció la pena ver esta película, por el momento en el que no supe de quién apiadarme, con quién empatizar. Quizá no siempre hay que tomar partido. Sin duda un tremendo trabajo tanto de Raúl Arévalo como de los actores. Nada nuevo que decir de Antonio de la Torre, un cada vez más sorprendente Luis Callejo y una magnífica Ruth Díaz en el papel de piedra angular involuntaria y anónima, por el que le dieron en el festival de Venecia el premio a la mejor interpretación en la sección en la que participaba la película.
EL TURISTA
El masajista no tardó en
reconocer aquel lunar bajo la nuca, pero continuó hierático, dispuesto a realizar
su trabajo como si aquel descubrimiento no le hubiera puesto en alerta. Se
impregnó las manos con los aceites aromáticos y comenzó a aplicarlas firmes
sobre la espalda de su cliente. Las fragancias de especias que entraban por las
ventanas del hammam se potenciaron
gracias a las de los óleos.
Unos minutos después, alrededor de las
cinco, el cliente tosió estentóreamente. Como respuesta, el masajista silbó
descuidado los primeros acordes del Yesterday
de Los Beatles, compitiendo con el coro que desde los minaretes empezó a llamar
a la oración de la puesta de sol, inundando de voces y cánticos el ambiente
húmedo y caluroso de El Cairo.
El ayudante del masajista, a un
gesto de su jefe, cerró discretamente las puertas. El masajista interrumpió entonces
la melodía y sonrío.
‑Bienvenido a 1798, doctor Brown.
Napoleón está a punto de llegar a las pirámides.
domingo, 11 de septiembre de 2016
LA CERTEZA DEL DOMINGO
El desayuno, quién lo prepara:
Té, zumo, jamón y tostadas.
Es domingo, según el sol en la ventana.
Tengo cosas que escribir
pero me tiro en la cama.
Puedo planear una mañana
que metódicamente consigo incumplir.
Creo que comeré de pie en la cocina
y cuando llame mamá
ya inventaré alguna mentira.
Dejaré una película a mitad
y dormiré la siesta,
quizá con fiesta
al principio o al final.
Es la habitación
un campo de concentración.
Improvisaré un paseo
para no limpiar el aseo.
Música en los auriculares,
caminantes con problemas ventriculares
colman la avenida:
a esta rutina no hay salida.
Veo trozos de mi futuro
En señores de sombrero oscuro.
Huyo de un presente alternativo
mientras a los infantes,
pequeños cabrones, esquivo
Fui uno de éstos y ésos antes.
Odiaré sin pudor a las parejas,
Aparentaré ser otro funcionario
Que de ti ya no se acuerda.
¡Mi paseo brilla de tan rutinario!
Con el sol durmiendo
volveré a casa creyendo
que es lo que hay,
que se está tan bien, ¡caray!
Nadie ha preparado la cena,
no es tarde para otra cerveza.
Y me creo esta certeza
de que el domingo valió la pena.
domingo, 28 de agosto de 2016
DE DONDE VUELVEN LAS IDEAS
Se supo una vez que cuando
alguien muere durante el proceso de alumbramiento de una idea, esta
idea no muere con la persona, sino que va a parar a un reservorio de
creatividad desde el que van filtrándose de nuevo, poco a poco,
hacia nuestra realidad, cayendo sobre las mentes de creadores,
artistas y pensadores.
Normalmente este proceso ocurre durante la
noche, cuando los cerebros están en plena ebullición de su puesta a
punto diaria, pero el silencio de las calles permite fluir los
pensamientos con libertad.
Hay quienes aseguraron que las
ideas son tímidas, frágiles y esquivas, y que por eso rehuyen del
ruido diurno. Defendieron también que las ideas que quedan
inconclusas cuando nacen, debido a la muerte violenta y repentina de
su creador, como por ejemplo en un accidente de tráfico; quedan
traumatizadas y se culpan a sí mismas, convencidas de que ellas
fueron la causa de aquella muerte.
Estas ideas quedan impregnadas
de la violencia del momento de su creación. Por ello suelen
filtrarse otra vez aquí de una forma súbita y dramática,
irrumpiendo en medio de un sueño, tornándolo en pesadilla y
despertando de golpe a su dueño adoptivo.
Está también el caso de las
llamadas «ideas felices».
Según algunos, este tipo de ideas nace durante muertes dulces de su
primer ideador, siendo mayoritariamente aquellas que se crearon en
medio de un deceso por orgasmo. Esto sería, afirmaban, el motivo por
el que dichas «ideas felices» sean tan escasas.
Por
el contrario, quienes estudiaron tiempo atrás estos fenómenos,
defendieron que no es así, que las ideas son caprichosas como un
hijo malcriado, y que deciden su vuelta y la forma en que ésta se
produce atendiendo a criterios de lo más peregrino. Según ellos, se
podría aseverar sin ninguna duda que el retorno de cada una de las
categorías de ideas es modelizable mediante métodos estadísticos y
sin necesidad de estudiar el verdadero motivo que les hace
manifestarse de nuevo aquí o allá, como si se tratara de un
fenómeno meteorológico más.
Fueron
los miembros de esta corriente de pensamiento quienes acuñaron el
término «tormenta de ideas».
Al
menos eso decían.
lunes, 22 de agosto de 2016
QUIZÁ NOS TOQUE CORRER.
Quizá nos toque correr para huir del recuerdo de las promesas pasadas. Quizá nos toque correr esquivando las avalanchas sucesivas de futuro que se precipitan sobre nosotros y sobre esas promesas. Quizá nos toque correr hacia las fauces de ese porvenir, monstruo cruel que muta de forma inesperada e involuntaria desde sonrisa de niño feliz a tachones en el calendario y otra vez hacia vejez dorada, o quién sabe si responsabilidades en forma de desagües que desatascar un domingo por la mañana entre el desayuno y el vermú.
Quizá nos toque correr delante de nosotros mismos, haciendo equilibrismos sobre el filo invisible del presente. Quizá no seamos más que una marathon sin final tras sueños desvanecidos hacia una meta que tiende a lo que nunca fuimos.
Quizá.
martes, 9 de agosto de 2016
RANDOM GUYS
En la habitación contigua se
escuchó un nuevo suspiro. Entre divertido y resignado me pregunté por qué era
yo quien dormía en el sofá, ajeno a lo que ocurría en mi cama.
Tengo fama de
buen anfitrión, y me enorgullezco de ello. Cada vez que una visita se deja caer
por mi casa abstrayéndome de la sucesión de días y semanas idénticos entre sí,
de esa existencia que tiende incorruptible a la nimiedad más ninguneante, me
calzo mis botas de guía turístico, mi gorro de cocinero despreocupado de desayunos
dominicales, mis gafas de conocedor de los bares más peculiares; y me uno al
entusiasmo de mi huésped por descubrir la ciudad como si fuera la primera vez
que la exploro, pero con la seguridad de quien sí tiene recuerdos de ese lugar.
En esta
ocasión, y aunque mi visitante tenía su propio hotel en el mismísimo centro de
Madrid, no desaprovechamos la ocasión de ponernos al día. Con la complicidad
que dan los años tras el último encuentro y la camaradería que favorecen los
kilómetros de océano entre ambos (no me neguéis que hay veces y circunstancias
en las que es más fácil sincerarse con un desconocido o con un amigo remoto y
con el que pasan meses o años entre encuentro y encuentro), recorrimos la
calles de la ciudad, frecuentando bares ya conocidos y terrazas inéditas en
aquel agosto, caluroso como todos pero insoportable como ninguno (hasta que
llegara el próximo verano).
El porqué de
nuestros por qué, los recuerdos de la última vez que nos creímos felices,
algunas mentiras divertidas de hazañas pasadas y relatos de los viajes hechos y
pendientes iban poniendo la banda sonora a nuestras paradas de copa en copa ‑gin-tonic un servidor y orujo mi
compañero azteca‑. Admiramos el paisanaje desde La Terraza de la plaza de la Puerta Cerrada, paseamos por la calle
Segovia para desembocar por La Costanilla de San Pedro en La Francesa, ya sin micheladas
en la carta; creyéndonos personajes light
de alguna vieja canción de Sabina. Pero los años ochenta terminaron tiempo
atrás y nosotros jamás seríamos unos canallas románticos capaces de quemar la
noche madrileña. Así que, obligados por la responsabilidad hacia las
ocupaciones del día siguiente, no tardamos en decidir que era hora de que cada
uno de nosotros volviera a su alojamiento.
Decidí guiar a mi compañero hasta su hotel, no sólo por nobleza de buen anfitrión
sino por la necesidad de seguir paseando el alcohol de las cervezas y vino de
la cena, y el de las copas posteriores.
Apenas
pasaban unos minutos de la una cuando parecía que la noche terminaba temprano en
la plaza de Pontejos con la normalidad de un viernes cualquiera y civilizado.
Sólo lo parecía.
–Do you speak English? –fue la pregunta
mágica que cualquier coleccionista de huéspedes a los que agasajar está
deseando responder.
Dos muchachas
nos inquirían por un bar cuyo nombre llevaban apuntado en unas pulseras a modo
de cruceristas. Nada que mi smartphone
no pudiera responder. Era un poco más allá de la puerta del lujoso hotel de mi amigo, pero éste no dudó en pasar de largo sin hacer ostentación y acompañarme
en mis servicios de guía cuando las muchachas, recién aterrizadas en Madrid, se
ofrecieron agradecidas e inocentes a invitarnos a un trago.
El garito en
cuestión era un abrevadero detrás de Sol para guiris borrachos, y aunque para
nuestro desconsuelo las perdimos nada más entrar al local, enseguida volvieron
a arrastrarnos tras de ellas hacia la calle, inquiriéndonos por algún lugar más
tranquilo en el que poder hablar, a ser posible al aire libre. No hay nada más
valioso como el espacio público sin techado para una irlandesa y una polaca que
sufren la climatología de Dublín. Así que mi amigo me miró con los ojos
abiertos, pidiéndome en silencio como quien reza a sus santos de cabecera, que
me sacara de la manga un sitio de las características que demandaban nuestras
huéspedes improvisadas.
Encabecé la
expedición de vuelta hacia La Latina, sin ninguna idea clara en la cabeza pero
confiando en que el bar deseado se anunciara frente a nosotros. Mientras tanto
fuimos chapurreando con ellas bromas sin mucho sentido y apreciaciones sobre la
bondad de El Museo del Jamón, al que
como buenas extranjeras querían ir en algún momento. También, y para regocijo
de mi compañera polaca de paseo, me ofrecí a ejercer de guía turístico para
ellas el día siguiente.
Desde Imperial
y Latoneros desembocamos en la Cava Baja hasta que El Viajero, lugar que siempre intento esquivar por estar demasiado
de moda, se me apareció salvador. Estaban cerrando la terraza, pero dentro aún
podíamos tomarnos una cerveza. Y sería mejor así, puesto que las risas de mi colega y la voz estentórea de la irlandesa, corta de estatura pero de
redondeces y cuerdas vocales contundentes; podían buscarnos en cualquier
momento los improperios de algún vecino.
Frente a mí
se sentó la muchacha del este. Alta y delgada, dominaba el inglés y el francés
además de su lengua natal, doctora en Economía y coautora de una publicación
sobre la economía del chocolate… Pero no me vine abajo ante tremenda
adversaria. Mi compañero y yo sacamos a relucir nuestra ocupación como
escritores y nuestros respectivos títulos (doctor y master en Ingeniería respectivamente) para afirmar que no pertenecíamos al
colectivo de descerebrados que evitaron al huir en el primer antro al que
entramos.
No sé en qué
momento entre la primera y la segunda cerveza mi compañero y su inglés básico
hicieron confesar a la guerrera irlandesa que era lesbiana y que por tanto no
intentara nada con ella. No sé en qué momento de la charla salió a relucir la
diferencia entre la fonética de las lenguas eslavas y romances, y la nueva
confesión de la pequeña irlandesa de que su amiga esbelta y con cara de niña
era la lista de las dos. Me gustaría saber cuál fue el giro de nuestras
conversaciones cruzadas que hizo que esas dos turistas jóvenes, recién llegadas
a una ciudad desconocida, se convencieran de que podían fiarse de los dos
individuos con estudios e inquietudes literarias, pero aleatorios, con los que
se toparon en una calle oscura una hora antes; pero el caso es que cuando nos echaron
de El Viajero, bajé decidido por la
calle Toledo en busca de La Bámbola.
No les pareció mal tomar otra.
Eran las tres
menos veinte y la persiana de aquel garito un tanto vicisitúdico estaba echada,
con lo que nos quedábamos sin balas en la cartuchera.
–Well, it’s close but… –les dije no muy
convencido–. I have at home a bottle of
tequila he has brought me from Mexico –aventuré señalando a mi asombrado
compañero–. I live ten minutes from here,
by feet.
Mientras
bajábamos por la calle Toledo hacia el paseo de Pontones, nos mirábamos como
dos niños que no se creen que van a visitar a Papá Noel en Rovaniemi. Tan solo
tuvimos que decirles que no íbamos a matarlas para que se decidieran a tomar la
última copa en mi casa.
Con la joven
doctora polaca cogida de mi brazo, descendía los escalones del parque cercano a
mi apartamento, concentrado en no decir ninguna tontería ni dar el paso en
falso que hiciera desvanecerse aquella historia que seguramente contaría más de
una vez en los próximos años. Así de falto andaba en aventuras.
Cuando
introduje la llave en la cerradura de la puerta traté de hacer memoria sobre la
última vez que entré a casa con una mujer recién conocida que accediera a
fiarse de la bondad de mis intenciones más lúbricas. Parecía que hubiera pasado
una vida entera desde aquella ocasión.
Mis alertas a
que todo estuviera en su sitio y en apartar discretamente de la vista todo
aquello que pudiera descubrir mi realidad de soltero desordenado y relajado en
las costumbres más escrupulosas de limpieza, desplazaron sin dificultad los
recuerdos de mi inactividad canallesca: tenía que ser práctico y dejarme de
lamentos por el pasado reciente.
Por fortuna,
éste había sido uno de esos viernes extraños en los que tras la siesta me
apliqué en las tareas ingratas del hogar, adelantando incluso el cambio de las
sábanas, como si mi inexistente sentido arácnido me hubiera precavido de la
posibilidad de una visita de actitud horizontal.
Dirigí a mis
improvisados huéspedes al salón (cosa sencilla en un apartamento de apenas
cincuenta metros cuadrados) y busqué el tequila Siete Leguas con el que mi colega de correrías me agasajó con su
visita desde su Jalisco natal. He de confesar que soy más de combinados y de
bebidas de baja graduación (prudencia consciente frente a las inconsciencias
más ocultas que revela, o me rebela, el exceso de alcohol en sangre), pero un
regalo es siempre bienvenido, especialmente cuando te sirve a ti mismo para
adornarte con tus invitados a base de bebidas originales traídas en valija amistosa
desde lugares lejanos.
En esta
ocasión parecía que se cerraba el círculo. Eso me barruntaba, correteando por
ambos hombros, mi diablillo de las oportunidades a balón parado mientras
presentaba la botella de tequila, excusa y motivo de aquella reunión insospechada,
a los doctores y la irlandesa amante de mujeres.
Mi amigo, con
la botella en sus manos y la tranquilidad de quien no tiene nada que perder y
sí mucho que enseñar, comenzó a explicar las bondades del producto e
idiosincrasia que rodea su consumo allá en su país. Yo, mientras seleccionaba
las copas en la cocina, iba ayudándole con la traducción simultánea cuando él
se atascaba con alguna palabra o expresión que no quería salir en inglés de su
boca.
Nuestras
nuevas amigas se miraban divertidas y sospeché que se preguntaban si todo
aquello estaba ocurriendo realmente.
Cuando volví
a la mesa del salón (la necesidad de cambiar de sofá, que renqueaba de ambas
patas delanteras, se desveló urgente aquella noche) vi que él había tomado
posición acorralando a la irlandesa, así que continué sin pena el papel de
galán de la única mujer heterosexual del cónclave, sentándome en la silla que
quedó libre a su lado.
Mi compañero
comenzó entonces el ritual de describirnos la forma correcta de beber tequila,
reprendiéndonos por el ansia desafortunada con que lo tomamos a este lado del
Atlántico, a recrearse en la definición de los matices que uno u otro tipo de
agave da al retrogusto que deja la bebida en boca cuando expelemos el aire del
esófago, impregnado en su aroma. Yo me afanaba por buscar las expresiones más
cercanas en inglés a su detallada exposición. No estaba seguro de la exactitud
de mi trabajo como intérprete a una lengua cuya pronunciación me produce
sudores fríos, pero el caso es que nuestras dublinesas asentían con interés y
repetían nuestros gestos como si estuvieran co-oficiando un rito milenario que
hubieran de observar paso a paso para alcanzar el nirvana prometido por el sumo
sacerdote desde lo alto de la pirámide de Teotihuacán: beber trago corto, sin
prisa, dejando que calentara la boca, saboreando lo que a este lado del océano
tragamos a puerta gayola sin ser conscientes de todos los colores que se
esconden tras su alta graduación.
La toma
académica continuó al ritmo marcado por mi compadre hasta que de una forma
natural la conversación se bifurcó en dos charlas independientes, aunque
volviera a confluir de tanto en tanto por el sendero más tortuoso:
–¿En serio?
¿Ustedes nunca se besaron? –preguntó de repente, y escandalizado, mi amigo a
algo que le había dicho la irlandesa.
–Why
should we do it? –respondió la polaca–.
I mean, we are roommates and friends. Just that.
–My
feelings about her are absolutely platonic –confirmó su amiga–. She is too smart and pretty for me.
–¡Bah! ¡No me
vengan ahora con chingaderas! Es un beso, una muestra de cariño, no más
–insistió él por un camino que a mí me parecía improcedente.
–No way! –respondieron ambas.
El caso es
que los caminos del alcohol son inescrutables, y la sugerencia de mi compadre
dio como resultado que para que aquellas dos muchachas jóvenes se mostraran su
afecto delante del público seleccionado que acababan de conocer, él y yo
también nos besáramos, ¡dos veces!, y aunque los criollos de aspecto eslavo no
fueran mi tipo; para mostrar así la naturalidad con la que dos heterosexuales
del montón podían tocarse. Efectivamente ellas nos imitaron, pero no podría
asegurar con total convicción si aquello sirvió para que el camino hacia la
relajación y compadreo definitivo se instalara entre ellas y nosotros.
Las
conversaciones volvieron a divergir. La que me interesaba a mí terminó por
desembocar en Literatura, aunque tengo ciertas lagunas que sin duda me
impedirán seguir con fidelidad en el futuro parte del camino argumental que
recorrí aquella noche calurosa de agosto. Es más, no sabría precisar si lo que
viene a continuación fue previo o posterior a la escena del beso.
Recuerdo que
intenté traducirle un relato llamado Zyclón
B, cuyo título como polaca le llamó la atención en el índice de mi segundo
libro. Recuerdo que mi boca estaba cada vez más cerca de su oreja con la
excusa de entendernos por encima de la voz grave y potente de su compañera de
piso. Recuerdo que no huía de mi mano cuando empecé a tomársela. Recuerdo que
cuando acariciaba furtivamente su cuello me lo mostraba aún más agachando la
cabeza sobre mi muslo, fingiendo vergüenza. Recuerdo que cuando se escandalizó
por la forma en que su amiga lesbiana comenzaba a congeniar con mi amigo, se
dejó besar, primero en la mejilla, tras mi «a
kiss is just a kiss». Recuerdo que a pesar de su «no more tequila» ella correspondió ese beso. Recuerdo que todo iba
despacio, como a veces deben ir estas cosas, hasta que mi compinche necesitó mi
servicio de traducción para sugerir que él y su interlocutora quizá deberían
irse a su hotel para dejarnos a solas en mi casa a mí y a la joven doctora.
Pero si
tenían algo claro, especialmente la parte inteligente de nuestra pareja de
dublinesas, siempre en guardia, es que en ningún momento dejarían de estar bajo
el mismo techo. Esa determinación, en una lectura laxa, no implicaba
obligatoriamente tener que permanecer en la misma habitación, puesto que los
hechos se precipitaron. Ante la declinación de su oferta, mi amigo asumió que
habría de apañarse allí mismo, así que mientras yo seguía con mis movimientos
envolventes de baja intensidad, tejiendo una tela de araña confortable para la
muchacha de piernas largas, su piel cada vez más cerca de la mía; los otros dos
se levantaron y desaparecieron hacia mi habitación
Me prohibí
preguntar sobre la veracidad de la tendencia sexual de su compañera, pero mi
amigo se disponía a culminar el asalto improbable mientras yo desarrollaba un
trabajo paciente para descubrir a mi partenaire
que realmente quería yacer conmigo y estrechar así los vínculos entre el este y
el oeste del continente. Ahí empezó la lucha cuerpo a cuerpo, una batalla
dialéctica y sensorial entre besos en la que ella argumentaba que no era «that kind of women» y yo le replicaba
que no me gustaba poner etiquetas. Pero me respondía con otra etiqueta para
expresar la realidad de lo que estaba ocurriendo: dos tipos aleatorios a los
que preguntar una dirección y ahora, tres horas después, ella estaba sobre uno
de ellos besándose en el parqué del salón de un apartamento en una zona
desconocida de una ciudad que visitaba por primera vez, ¡ese mismo día! «This is so random».
Yo me bregaba
en insistir entre caricia y beso que no se enmarañara, que se dejara fluir, pero
ella replicaba que era una mujer demasiado complicada como para atender a
filosofías baratas: «That’s bullshit!».
Entonces yo rehuía de sus besos de compensación y ella volvía a lanzarse sobre
mí olvidando lo anterior en un tira y afloja que me llevó desde su cuello a sus
pezones grandes y excitados. Se dejaba manipular, todo parecía que por fin
fluía, hasta que me equivocaba en la combinación secreta para abrir la caja del
tesoro y volvía a enrocarse en su «I’m
not that kind of girl, this is so random».
En retirada
estratégica la invité a tumbarnos en el sofá, abrazados, a pesar del peligro de
romper definitivamente las patas delanteras. En el cuarto de al lado su amiga
llegaba al orgasmo. Ella, con una preocupación excesivamente inocente, le
preguntó si estaba bien. Como respuesta tuvimos a ambos, un minuto después, desnudos
en el salón, invitándonos a unirnos a ellos. La visión del miembro flácido de
mi amigo a la altura de mis ojos frenó en seco cualquier tentación que se me
hubiera podido aventurar. Ella se negó.
Un rato
después, con la muchacha joven de aspecto cándido, piernas largas y un
doctorado en Economía dormida sobre mi pecho, y nuevos suspiros de orgasmo
escuchándose al otro lado de la pared; me pregunté por qué era yo quien dormía
en el sofá, ajeno a lo que ocurría en mi cama.
–Mañana
tendré que volver a cambiar las sábanas…
domingo, 5 de junio de 2016
VIAJE EN MOTO: Elche-RUIDERA-MADRID (2 de 2)
Previously in Viaje en moto: Día 1.
El final del camino, si es Madrid, aparece indicado en la señalización de carreteras de casi cualquier lugar de España, así que es difícil perderse cuando tu meta es el centro de un sistema radial de carreteras.
El año pasado ya hice casi la misma ruta aunque saliendo más tarde puesto que aproveché la mañana en Ruidera para visitar la cueva de Montesinos, donde el caballero Don Quijote de la Mancha vivió una de sus aventuras. Las visitas guiadas no sólo te permiten bajar a la cueva, donde te explican, además de la geología e historia del poblamiento de la misma, la conexión entre lo relatado en El Quijote con la realidad física de la cueva; sino que te hacen una pequeña presentación del paraje con su fauna y flora. A mí me mereció la pena aquella visita. Por fin, tras tantos años visitando la zona y dos intentos fallidos, conseguía bajar a la cueva.
Ruidera está en la carretera N-430 a mitad de camino entre las ciudades de Albacete y Ciudad Real. Esta ruta comunica el Mediterráneo con la frontera portuguesa, casi una línea recta horizontal que va de este a oeste en la Península Ibérica. Por ella, desde Ciudad Real, llegué por primera vez a las lagunas en 1983, aunque en el resto de ocasiones casi siempre llegué desde el este, desde Albacete.
En esta ocasión me iba hacia el norte por la carretera CM-3115 hacia Argamasilla de Alba y Tomelloso, una ruta muy divertida con todo tipo de curvas pero en la que hay que prestar atención al intenso tráfico ciclista. Era un jueves de finales de agosto y encontré varios grupos de bicicletas de carretera y montaña así como otras tantas unidades en solitario.
A mitad de camino a Argamasilla de Alba se encuentra el castillo de Peñaroya, sobre el embalse del mismo nombre, y con un centro de interpretación notable de la comarca y la Ruta del Quijote.
Más adelante, en cuanto te alejas del río, el terreno se estira como si estuviera recién planchado, perfectamente almidonado con viñas y más viñas; y algunas plantaciones de patatas y cebollas que estaban siendo recogidas por cuadrillas de jornaleros bajo el sol del mediodía.
A partir de aquí el paisaje se vuelve monótono, pero de una belleza singular. No es la vastedad engañosa de un desierto de arena, en el que quién sabe qué o quién puede haber tras la siguiente duna, o la extraña sensación entre la orfandad y el temor que puede despertar un bosque tupido con sus sonidos, murmullos y árboles viejos que te lo ocultan todo. En estas extensiones sin fin de La Mancha, al igual que en las estepas de Asia Central o las Grandes Llanuras norteamericanas, tienes el horizonte despejado y lejano, el cielo limpio e igual de infinito. Lo ves todo. Y te sientes solo. De repente es como si todo el mundo hubiera desaparecido e incluso la estela de tierra levantada por algún tractor en la lejanía casi parece amenazante. Cada kilómetro de la carretera es igual al siguiente, es la misma sucesión de cereal o de viñedo, la misma secuencia de árboles aislados y casetas para los aperos de labranza, como si estuvieras en un bucle, atrapado en una recta que se repite infinitamente y de la que jamás podrás salir.
Y metido en estas paranoias, es cuando ves despuntar a lo lejos el campanario de la iglesia del siguiente pueblo y te das cuenta de que el horizonte no está en el infinito, sino sólo a tres o cuatro kilómetros de distancia y Tomelloso está a la vuelta de la curvatura terrestre.
Tanto el año pasado como éste me tocó callejear por Tomelloso sin tener muy clara por dónde estaba la salida hacia Pedro Muñoz. Tenía la creencia equívoca de que estos pueblos manchegos en mitad de la llanura van a ser una malla ortogonal de calles rectas por las que será fácil orientarse... Y no es así. Sus tramas urbanas atienden a trazados de antiguos caminos y el capricho del urbanismo musulmán, con lo que si no conoces el lugar y no estás atento al sol no es raro desorientarse... Por segundo año consecutivo.
Con esta lección aprendida, y recordando que en Pedro Muñoz me ocurrió igual el año pasado a la hora de la siesta, sin nadie a quien preguntar por dónde se iba hacia El Toboso, en esta ocasión cuando llegué de nuevo a Pedro Muñoz tomé directamente la ronda oeste del pueblo buscando la carretera hacia el hogar de Dulcinea.
Tras El Toboso (sin rastro de la amada de Don Quijote) la ruta sigue por la sucesión de rectas interminables (quizá las más largas de España) de la N-301. Fue un tramo de 45 kilómetros por un paisaje que tras la llanura monótona y aparentemente interminable poco a poco se va ondulando entre los campos suaves de viñedos y dehesas abiertas tachonadas de encinas hermosas y sabias que te hacen sentir como un hidalgo solitario y enloquecido de la carretera (Don Rechote de la Vespa, me dijeron una vez) luchando contra los gigantes materializados en el tráfico constante de camiones de esta carretera.
Este tramo es por la provincia de Toledo, pero más al sureste, entre La Roda y Mota del Cuervo hay otras zonas donde la N-301 ofrece una visión muy peculiar de lo que le pasa a una carretera cuando deja de ser una vía principal (en su momento fue la que canalizó todo el tráfico desde Cartagena, Murcia, Elche y Alicante con Madrid a través de Albacete, hoy dirigido hacia la A-3 o desviado por la de peaje AP-36): En primer lugar, de las gasolineras que había en casi todos los cruces hoy no quedan más que los esqueletos, y de las ventas que jalonaban el camino muchas han ido desapareciendo o, lo que no es muy reconfortante, se han convertido en clubes de carretera.
Pero vuelvo a mi recorrido: En Villatobas salí de la N-301 hacia Villarrubia de Santiago con la intención de ir a Chinchón (el año pasado seguí la ruta hasta Aranjuez). Aquí es donde La Mancha se rompe y, atravesada por el valle del río Tajo, obliga a la carretera a serpentear por las vaguadas descendiendo hacia el río para saltarlo y volver a subir por la ribera norte, bastante más abrupta, hacia el páramo del sur de Madrid. Además, la carretera no ha sido renovada en el lado de la comunidad de Madrid, que es donde aparecen las curvas y el firme en mal estado; pero dejando ver un paisaje espectacular de todo el valle del Tajo.
A continuación se atraviesa Colmenar de Oreja (llevaba casi 100 kilómetros sin atravesar ningún pueblo, gracias a las variantes de la N-301) y se llega a Chinchón, donde acabo visitando la plaza mayor llena de arena y convertida en ruedo taurino.
Chinchón se encuentra al otro lado del páramo, encaramado sobre la vertiente sur del valle del Tajuña, con una preciosa plaza mayor y centro urbano que ha conservado el encanto sin sufrir los destrozos del desarrollismo, aquí tan cerca de Madrid. Precisamente al abandonar Chinchón para comenzar a bajar hacia el Tajuña por una carretera igual de revirada que la subida desde el Tajo, se divisa al norte la gran aglomeración de la gran ciudad con las cuatro torres de la Castellana amenazando al fondo. Esta bajada hacia la comarca de las Vegas es otro recorrido peculiar y hermoso a través por laderas de badlands áridas que contrastan con las tierras fértiles del fondo del valle, donde además huele a anís...
A continuación se repite la operación: ascender desde un valle para ir a la siguiente vega, esta vez la del río Jarama. El día era caluroso y en las rampas la aguja de la temperatura del agua del motor subía un poco por encima de lo normal, hasta que comenzara el siguiente descenso hacia San Martín de la Vega con un fuerte viento entre el Jarama y el Manzanares.
A partir de este punto, con Madrid ya claramente a la vista y la sierra de Guadarrama allá al fondo, el paisaje habitual de todos los días en la ciudad, uno es consciente de que el viaje ha terminado y ya empieza a planificar las rutinas de la llegada a casa: deshacer mochila, ropa por lavar, regar las plantas, si no han muerto, revisar nevera y armarios e ir a hacer la compra...
Ya se ven las indicaciones de la M-30. El viaje ha terminado. Bienvenidos al infierno.
Panel explicativo de la cueva.
Hacia el interior de los sueños de Don Quijote,
Espeleólogo de trapillo.
Ruidera está en la carretera N-430 a mitad de camino entre las ciudades de Albacete y Ciudad Real. Esta ruta comunica el Mediterráneo con la frontera portuguesa, casi una línea recta horizontal que va de este a oeste en la Península Ibérica. Por ella, desde Ciudad Real, llegué por primera vez a las lagunas en 1983, aunque en el resto de ocasiones casi siempre llegué desde el este, desde Albacete.
En esta ocasión me iba hacia el norte por la carretera CM-3115 hacia Argamasilla de Alba y Tomelloso, una ruta muy divertida con todo tipo de curvas pero en la que hay que prestar atención al intenso tráfico ciclista. Era un jueves de finales de agosto y encontré varios grupos de bicicletas de carretera y montaña así como otras tantas unidades en solitario.
Don Rechote de la Vespa
Más adelante, en cuanto te alejas del río, el terreno se estira como si estuviera recién planchado, perfectamente almidonado con viñas y más viñas; y algunas plantaciones de patatas y cebollas que estaban siendo recogidas por cuadrillas de jornaleros bajo el sol del mediodía.
A partir de aquí el paisaje se vuelve monótono, pero de una belleza singular. No es la vastedad engañosa de un desierto de arena, en el que quién sabe qué o quién puede haber tras la siguiente duna, o la extraña sensación entre la orfandad y el temor que puede despertar un bosque tupido con sus sonidos, murmullos y árboles viejos que te lo ocultan todo. En estas extensiones sin fin de La Mancha, al igual que en las estepas de Asia Central o las Grandes Llanuras norteamericanas, tienes el horizonte despejado y lejano, el cielo limpio e igual de infinito. Lo ves todo. Y te sientes solo. De repente es como si todo el mundo hubiera desaparecido e incluso la estela de tierra levantada por algún tractor en la lejanía casi parece amenazante. Cada kilómetro de la carretera es igual al siguiente, es la misma sucesión de cereal o de viñedo, la misma secuencia de árboles aislados y casetas para los aperos de labranza, como si estuvieras en un bucle, atrapado en una recta que se repite infinitamente y de la que jamás podrás salir.
Y metido en estas paranoias, es cuando ves despuntar a lo lejos el campanario de la iglesia del siguiente pueblo y te das cuenta de que el horizonte no está en el infinito, sino sólo a tres o cuatro kilómetros de distancia y Tomelloso está a la vuelta de la curvatura terrestre.
Tanto el año pasado como éste me tocó callejear por Tomelloso sin tener muy clara por dónde estaba la salida hacia Pedro Muñoz. Tenía la creencia equívoca de que estos pueblos manchegos en mitad de la llanura van a ser una malla ortogonal de calles rectas por las que será fácil orientarse... Y no es así. Sus tramas urbanas atienden a trazados de antiguos caminos y el capricho del urbanismo musulmán, con lo que si no conoces el lugar y no estás atento al sol no es raro desorientarse... Por segundo año consecutivo.
Con esta lección aprendida, y recordando que en Pedro Muñoz me ocurrió igual el año pasado a la hora de la siesta, sin nadie a quien preguntar por dónde se iba hacia El Toboso, en esta ocasión cuando llegué de nuevo a Pedro Muñoz tomé directamente la ronda oeste del pueblo buscando la carretera hacia el hogar de Dulcinea.
Tras El Toboso (sin rastro de la amada de Don Quijote) la ruta sigue por la sucesión de rectas interminables (quizá las más largas de España) de la N-301. Fue un tramo de 45 kilómetros por un paisaje que tras la llanura monótona y aparentemente interminable poco a poco se va ondulando entre los campos suaves de viñedos y dehesas abiertas tachonadas de encinas hermosas y sabias que te hacen sentir como un hidalgo solitario y enloquecido de la carretera (Don Rechote de la Vespa, me dijeron una vez) luchando contra los gigantes materializados en el tráfico constante de camiones de esta carretera.
Este tramo es por la provincia de Toledo, pero más al sureste, entre La Roda y Mota del Cuervo hay otras zonas donde la N-301 ofrece una visión muy peculiar de lo que le pasa a una carretera cuando deja de ser una vía principal (en su momento fue la que canalizó todo el tráfico desde Cartagena, Murcia, Elche y Alicante con Madrid a través de Albacete, hoy dirigido hacia la A-3 o desviado por la de peaje AP-36): En primer lugar, de las gasolineras que había en casi todos los cruces hoy no quedan más que los esqueletos, y de las ventas que jalonaban el camino muchas han ido desapareciendo o, lo que no es muy reconfortante, se han convertido en clubes de carretera.
Pero vuelvo a mi recorrido: En Villatobas salí de la N-301 hacia Villarrubia de Santiago con la intención de ir a Chinchón (el año pasado seguí la ruta hasta Aranjuez). Aquí es donde La Mancha se rompe y, atravesada por el valle del río Tajo, obliga a la carretera a serpentear por las vaguadas descendiendo hacia el río para saltarlo y volver a subir por la ribera norte, bastante más abrupta, hacia el páramo del sur de Madrid. Además, la carretera no ha sido renovada en el lado de la comunidad de Madrid, que es donde aparecen las curvas y el firme en mal estado; pero dejando ver un paisaje espectacular de todo el valle del Tajo.
A continuación se atraviesa Colmenar de Oreja (llevaba casi 100 kilómetros sin atravesar ningún pueblo, gracias a las variantes de la N-301) y se llega a Chinchón, donde acabo visitando la plaza mayor llena de arena y convertida en ruedo taurino.
Muy bonito Chinchón, pero más rica la oreja que comí. Si el viaje empezó comiendo oreja, terminó igual.
Chinchón se encuentra al otro lado del páramo, encaramado sobre la vertiente sur del valle del Tajuña, con una preciosa plaza mayor y centro urbano que ha conservado el encanto sin sufrir los destrozos del desarrollismo, aquí tan cerca de Madrid. Precisamente al abandonar Chinchón para comenzar a bajar hacia el Tajuña por una carretera igual de revirada que la subida desde el Tajo, se divisa al norte la gran aglomeración de la gran ciudad con las cuatro torres de la Castellana amenazando al fondo. Esta bajada hacia la comarca de las Vegas es otro recorrido peculiar y hermoso a través por laderas de badlands áridas que contrastan con las tierras fértiles del fondo del valle, donde además huele a anís...
A continuación se repite la operación: ascender desde un valle para ir a la siguiente vega, esta vez la del río Jarama. El día era caluroso y en las rampas la aguja de la temperatura del agua del motor subía un poco por encima de lo normal, hasta que comenzara el siguiente descenso hacia San Martín de la Vega con un fuerte viento entre el Jarama y el Manzanares.
A partir de este punto, con Madrid ya claramente a la vista y la sierra de Guadarrama allá al fondo, el paisaje habitual de todos los días en la ciudad, uno es consciente de que el viaje ha terminado y ya empieza a planificar las rutinas de la llegada a casa: deshacer mochila, ropa por lavar, regar las plantas, si no han muerto, revisar nevera y armarios e ir a hacer la compra...
Ya se ven las indicaciones de la M-30. El viaje ha terminado. Bienvenidos al infierno.
SE ACABÓ
jueves, 14 de abril de 2016
TURBULENCIAS
–Todo esto ha pasado antes y volverá
a pasar –recité en voz baja como un autómata tras cerrar la puerta del rellano y
avanzar por el salón hacia el pasillo.
Será un martes cualquiera en el
que por no pensar usé el navegador del móvil para que me diera la ruta con
menos tráfico para llegar a casa tras el trabajo. Será una tarde de comienzos
de primavera, cuando la luz extendida del horario de verano y los grados de más
en el termómetro me hicieron relajarme recordando aquella casa donde tú y yo
viviremos juntos esos años, ahora tan lejanos y sin embargo tan presentes.
Me pareció extraño que el aparato
que sabe todos los caminos decidiera tomar la vía lateral de la autopista, pero
estaré tan absorto riendo con el espacio de humor radiofónico que escuchaba
contigo en un podcast por las noches antes de dormir, que dejaré que sea un año
antes en el calendario. Volví a tomar la salida de nuestro barrio. Todo tan
habitual, curva a la derecha y contracurva a la izquierda, un semáforo
parpadeante, el horrible edificio de ladrillo rojo que podría ser el hangar
donde se oculta algún enemigo de Mazinger
Z; y por fin nuestra calle jalonada de terrazas donde tomaremos cervezas alguna
tarde cuando te encontraba volviendo de comprar cualquier tesoro que a mí me
parecerá una fruslería entre snob y
excéntrica.
Junto al garaje un cartel
indicaba que la puerta estaba averiada, así que no tendré que rebuscar en la
guantera el mando a distancia para abrir y decidí aparcar en un descampado
cercano, ése donde siempre hay algún hueco libre.
Ya en la acera me daré cuenta de
que hay tiendas nuevas y que otras ya no estaban donde esperaba encontrarlas.
No sé, todo me pareció tan extraño como la cara que pondrá el portero cuando me
vea aparecer tan pichi y resuelto camino del ascensor.
Vacilé por un momento, ¿éste no era el conserje que tendremos dentro
de un año cuando aún vivía contigo en aquella avenida llena de terrazas? La
duda enturbiará aún más mi ánimo durante el viaje inusualmente largo en el
ascensor, y mientras abría la puerta del apartamento y pisaba el parqué ruidoso
seré consciente de que nunca cambié en el móvil la dirección de esa casa en la
que ya no vivo contigo. De hecho, se cierra tras de mí la puerta del rellano y recito
como un mantra que todo esto ha pasado antes y volverá a pasar.
lunes, 4 de abril de 2016
Luces brillantes
¿Conocen esa extraña
sensación, más bien certeza, que se tiene a veces de que algo malo ocurrirá en
cualquier momento? ¿Sí? Pues con ese sentimiento me he levantado esta mañana, y
no me lo quitaba de la cabeza mientras me vestía, tomaba el zumo de naranja del
desayuno y buscaba con prisas las llaves de la moto que, como casi todos los
días, había dejado al azar en cualquier estantería del salón.
Con cierta ingenuidad
deseché esa impresión cuando encontré las llaves, pensando que el mal augurio
se desvanecería en el momento en el que el ronroneo del motor de mi Vespa me
devolviera a la rutina kamikaze de cada mañana en la M-30. Pero algo en el
color del cielo me exhortaba hacia lo extraordinario. Sólo cuando me he introducido
en el largo túnel del sureste de Madrid, zambulliéndome en la lucha diaria
contra el resto de automovilistas, he dejado de lado esos sentimientos: la
supervivencia entre el tráfico feroz y salvaje de la capital requiere
dedicación exclusiva.
Y de repente la luz se ha
ido. Todos los focos del túnel murieron en silencio, sin previo aviso ni suave
fundido a negro, transformando la iluminación uniforme en un juego de luces y
sombras provocado por los faros e intermitentes de los coches. Lo demás ha ocurrido
igual de rápido: algunos conductores asustados por el cambio repentino de
iluminación han frenado de golpe causando varias colisiones en cadena. He estado
a punto de ser barrido por un furgón de reparto, salvándome por medio metro de
ser aplastado contra la pared del túnel. Reuniendo la poca sangre fría que me
quedaba he auxiliado, junto con otros automovilistas, a quienes habían quedado
atrapados en sus vehículos. Además del ruido de los motores, se escuchaba el
zumbido grave de los equipos de radio de los coches. Según me ha contado el
chófer de un camión, las emisoras han callado con el apagón. Entonces he
descubierto que el monóxido de carbono de los tubos de escape comenzaba a
acumularse en el interior del túnel: los ventiladores de extracción de humos
tampoco funcionaban y aquello iba camino de convertirse en una trampa mortal.
Sin duda se ha producido un apagón generalizado en toda la ciudad que incluso
ha afectado a los equipos de emergencia.
Me he embozado en la
bufanda, a pesar del calor, y me he centrado en auxiliar al herido más cercano,
pero no llevábamos ni cinco minutos intentándolo cuando el rumor de un griterío
ha llegado desde la boca norte del túnel, cuya luz apenas se adivinaba detrás
de la última curva.
La extraña sensación de
alerta ha vuelto a mi cabeza, e instintivamente he buscado con la mirada la
ubicación de las salidas de emergencia. Mientras el rumor del griterío
aumentaba y los demás conductores centraban su atención en ese lado del túnel,
yo me he acercado como un autómata a una de las salidas. Cuando los primeros
ojos brillantes han aparecido tras la curva, he abierto la puerta en silencio,
he entrado y la he bloqueado desde dentro con un extintor. Fuera han arreciado
los gritos, seguidos de repente por un tumulto iracundo: golpes, pánico y
chasquidos de huesos. La puerta apenas ha resistido el envite de quienes han
intentado abrirla desde el otro lado. Los lamentos eran desesperados, pero yo
me había sumido en un estado de impasibilidad tal que toda mi bonhomía previa
se ha esfumado cediendo el puesto a un deseo egoísta de supervivencia.
Estoy avanzando por la
galería hacia la escalera de salida a la calle, ayudándome de la luz del móvil,
que también se ha quedado sin cobertura. Subo a tientas hacia la superficie y
ya veo la rejilla que da a la calle. Al otro lado vislumbro unos ojos
brillantes que me observan desde fuera.
¿Conocen esa extraña
sensación, más bien certeza, que se tiene a veces de que algo malo va a ocurrir
en cualquier momento?
domingo, 28 de febrero de 2016
Excusas
Cada
vez que le hablaba del último sobre rechazado,
de los problemas con el franqueo postal, de la invalidez de los
sellos nacionales más allá de nuestras fronteras, del conflicto en
el proceso de armonización de los sistemas de Correos, de la
inoperancia de los empleados del servicio postal, que no siempre
encontraban Laponia o de cómo la nieve dificultaba las
comunicaciones en aquellas latitudes; mi hijo, con más resignación
que convencimiento, aceptaba mi esforzada inventiva y el triste
pijama que mi sueldo se podía permitir y se iba a la cama esperando
que la próxima Navidad el sobre con sus ilusiones por fin llegara al
Círculo Polar.
viernes, 26 de febrero de 2016
Siempre nos quedará el sabor de un Sugus
Siempre me reservaba un chicle en el bolsillo trasero de sus pantalones ajustados, y sus besos después de comer sabían a clorofila cálida, o a Sugus de piña algún viernes cuando le pillaba a traición al salir de clase y sus reservas ya habían menguado.
Han pasado años desde entonces, pero los recuerdos que esos olores y sabores me evocan son tan presentes que resulta tremendamente complicado no dejarse arrastrar por la ola arrasadora de nostalgia, sentirse hundido en el mar de añoranza que de forma traicionera te quiere hacer creer que todo tiempo pasado fue mejor. Son momentos en los que te acurrucas en ese rincón privado que tienes en tu cabeza entre los recuerdos y la autocompasión, esperando que pasen las horas sin más.
Una sonrisa a contrapié de alguien que pasa por la calle, el olor de los jardines recién regados, la luz del sol difuminada en la humedad que sube desde el río y haciendo brillar los objetos extrañamente igual que aquel día, la temperatura exacta del aire, más propia de otro lugar y otra fecha,... Una combinación cruel de circunstancias que súbitamente abofetean tus percepciones y te arrancan de la realidad imperfecta hacia la que se ha deslizado tu vida, y transportarte así a recuerdos intencionadamente imprecisos y narcóticos que te paralizan, como al pequeño animalillo al que el miedo congela ante la mirada asesina de su predador.
Removí el té con la cucharilla, sin mucha esperanza de que esas sensaciones se disolvieran en la taza con el azúcar, mientras mantenía en la otra mano la galletita con tropezones de sabor a clorofila que había conseguido atenazar mi voluntad con un solo bocado. El resto de clientes de aquel café en una plaza tranquila de la ciudad hablaban en voz baja o enmudecían, quién sabe si víctimas de recuerdos similares a los míos, o simplemente sufriendo en silencio la letra de la canción que sonaba a bajo volumen.
Observé al camarero, que parecía morir de melancolía eterna junto a la vieja radio por la que se escuchaban los últimos acordes del Wish you were here de Pink Floyd, más madera para alumbrar una tristeza perenne que amenazaba con no irse nunca. Tenía que salir de allí, así que renuncié a terminar la maldita galleta, dejé unos francos en la mesa y salí sin mirar atrás a descubrir aquella ciudad en la que nunca había estado pero que me evocaba vidas pasadas que jamás habían ocurrido.
Llegando a los Campos Elíseos, una banda callejera hacia una valiente declaración de intenciones contra el lujo reinante: «Des bijoux de chez Channel, je n'en veuz pas». El ritmo alegre aunque melancólicamente démodé de aquella canción me hizo dar algunos pasos al ritmo de la música, y por unos instantes burlé a las lágrimas insolentes que amenazaban mis ojos mientras canturreaba, acunado por la voz cálida de la intérprete, moi j'veux crever la main sur le cœur.
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