miércoles, 28 de enero de 2015

Wish you were here!


No puedo evitar ponerme triste cada vez que el azar hace que en mi lista de reproducción de «esos días» el algoritmo informático elige Un buen día de Los Planetas. Es cierto que tengo muchos días buenos desde que ya no estás, no lo voy a negar, pero al igual que en esa canción, estás en el aire flotando como una referencia difícil de borrar.

¿Sabes? He tenido la mala suerte de que mi nueva casa se parezca mucho a aquella en la que empezamos a vivir juntos. Algo tan nimio como los interruptores de la luz o los tiradores grises de los armarios, que cambiamos por esas figuritas tan coloridas; hacen que me acuerde de la ilusión de aquellos primeros días, cuando estábamos construyendo nuestro futuro, un futuro en el que ahora hay trescientos kilómetros de asfalto separándonos, por no hablar de la minusvalía emocional.

El otro día, viendo una película muy tonta, salió una adolescente de la que me sonaba mucho su cara, hasta que caí en la cuenta de que era Max Black de 2 broke girls; y no estabas allí a mi lado en el sofá para decirte: «¡Mira, qué joven estaba!». Y nos hubiéramos reído pensando que de adolescente ya tenía los mismos atributos que ahora. Ya ves, tonterías que no hacen justicia a todos los años juntos, memorias de la normalidad, alarmas mentales que me recuerdan al salir de casa que estoy solo y que, como haya olvidado las llaves, no estarás tú reprochándome con la mirada mi despiste cuando tengas que abrirme la puerta al volver del trabajo o de hacer la compra.

No puedo evitar ponerme triste, aunque haya encontrado con qué marear mis ratos libres, cada vez que llega el viernes y la rutina salvadora desaparece, ésa que hace de pantalla haciéndome no pensar en que ahora todo es muy diferente. He de pensar sólo en mí y en mis planes, en qué hacer en los próximos dos días y medio. Me dirás que ya lo hacía antes, pero no es lo mismo.


Me ha dicho el Bernat que te vio la semana pasada, cuando por trabajo tuvo que recorrer esos trescientos kilómetros físicos que hay entre tú y yo. Le sorprendió que no le preguntaras por mí, al contrario que en esa otra canción de Manel (¿por qué todas las canciones hablan de nosotros?). Yo se lo he confirmado: Desde que te fuiste hemos hablado sólo dos veces, una por cortesía y la otra por necesidad para terminar de cerrar nuestros vínculos. Le he dicho que tengo ganas de saber de ti, de preguntarte qué tal estás, porque aunque no sirva de nada y quizá no lo haya sabido demostrar cuando había que demostrarlo, tú me importas. Pero no debo hacerlo, aún no. Porque no sé si te haré daño al seguir presente. Sé que me lo haré a mí mismo si no cierro completamente. Podría asumirlo, seguir durante meses regodeándome en lo que pensamos que podría haber sido pero no supimos materializar, pero no quiero ser una presencia incómoda para ti, importunarte en tu propio proceso de cerrar los años vividos desde aquella noche en la que apareciste y pensé «que mujer más alta y elegante». Años en los que fuiste una mujer fuerte y temperamental, una niña pequeña que me necesitaba a su lado, una censora, una seductora, la mejor enfermera, una mujer fatal incontrolable… Toda esa colección de fotos de carnet que guardabas desde hace años, incluyendo las de cuando eras una niña, y que ahora pasa por mi cabeza en carrusel.


Le he dicho que muchas veces tengo la tentación de preguntarte cómo estás. Total, realmente te tengo a una tecla de distancia, sin embargo sé reprimirme y guardarme la tristeza para mí. Me ha elogiado la fortaleza que tenemos, de habernos borrado el uno del otro; sin embargo… Es jodido.

Cómo explicar a los compañeros de trabajo que, a pesar de las historias que les cuente, a pesar del buen día que piensan que es ahora mi vida, realmente estás flotando en mi recuerdo para aparecer en el momento más inoportuno y que no «sólo me pongo triste cuando alguno, en el momento más inoportuno me pregunta por ti», como dice esa otra canción.


Sé que es imposible pensar en cambiar nuestras decisiones, que es lo mejor que pudimos hacer, que yo no me atreví, y que he de agradecerte que tú dieras el paso, pero hoy en la ducha he vuelto a llorar cantando I wish you were here:

«We're just two lost souls swimming in a fish bowl,

year after year, running over the same old ground.

What have we found?

The same old fears,

wish you were here

lunes, 26 de enero de 2015

El año de McFly

2015 es el año de Marty McFly.

Aquí estamos haciendo nuestro viaje en el tiempo, a una velocidad media de 30,42 días/mes, consumiendo ya un 7% del año y los coches siguen sin volar.

Hace veintiséis años que algunos estamos esperando que llegara ese futuro, desde 1989, cuando se estrenó la segunda película de la saga Regreso al futuro. La primera es de 1985, cuando Marty McFly, el personaje interpretado por Michael J.Fox, ese esencial del cine de los ochenta, le dice al doctor Emmett Brown una de las frases míticas que todo friki que se precie ha de conocer:

Visto a las afueras de Banyeres de Mariola el 1 de marzo de 2009


Y efectivamente, el próximo 21 de octubre del presente, Marty, su novia Jennifer y Doc llegarán a Hill Valley para evitar que el hijo de los dos primeros se meta en problemas.

Sin duda es la película más famosa de viajes en el tiempo, un tema que ha dado para mucho, y desde hace mucho. ¿Quién no intentaría cambiar algo que hizo en el pasado? ¿Quién no querría volver atrás para evitar errores de los que aún se arrepiente? ¿O quién no querría viajar al futuro para saber cómo serán las cosas, si los coches volarán, si exploraremos el Universo, si nos mataremos en una Tercera Guerra Mundial, si haremos contacto con seres de otros planetas que nos enseñarán cosas fantásticas o que quizá nos esclavicen…? ¿Qué no darían arqueólogos e historiadores para confirmar sus teorías y sus estudios?

Recuerdo cuando era niño, aún en la pubertad, y en Historia estudiaba los diferentes pueblos que habían pasado cerca de Elche. Me preguntaba cómo serían muchos siglos atrás los campos en los que ahora estaba mi casa, si habría por allí algún asentamiento, si las columnas de elefantes de Aníbal habrían pasado muy cerca de allí cruzando el Vinalopó. Según dicen los historiadores ya se ha desmentido que pasara exactamente por la antigua Helike y que su yerno Amílcar Barca muriera ahogado y envenenado por una fleca allí en el exiguo Vinalopó. Pero yo pensaba que sería una pasada estar escondido en un rincón, viendo llegar a los primeros comerciantes fenicios y griegos, a esas columnas de elefantes de Aníbal atravesando el río camino de Roma… No me digáis que ver eso de primera mano no es deseable.

Por todos estos motivos se ha escrito tanto sobre los viajes en el tiempo y, como dije antes, desde hace tanto. La primera obra de la que se tiene noticia que aborda este tema es Año 7603, del noruego Johan Herman Wessel, en 1781 (sólo 234 años, un rato…). Mientras que para la primera máquina del tiempo hemos de esperar a que la imaginara un escritor español: Enrique Gaspar y Rimbau, autor de El anacronópete de 1887, en pleno estallido de los grandes autores de ciencia ficción del XIX como Verne, Wells, Conan Doyle…

 

Esta máquina que imaginó Gaspar y Rimbau no sólo viajaba en el tiempo sino que también lo hacía en el espacio, porque llevaba a sus pasajeros a diferentes épocas y lugares. Saliendo desde la Exposición Universal de París de 1860 van primero a la batalla de Tetuán, de allí pasan por Granada en el momento de la conquista delos Reyes Católicos, por la China del siglo III, Pompeya y los tiempos de Noé… Un buen circuito turístico, ¿no? Y lo mejor de esta obra son los pasajeros de la máquina. A saber, el inventor de Zaragoza don Sindulfo García, su ayudante Benjamín, la sobrina Clarita, la sirvienta, el capitán Luis, algunas mujeres franceses de vida alegre y unos cuantos húsares, imagino que también franceses. Habría que leer el libro para saber si los húsares se suben a la máquina detrás de las mujeres de vida alegre o si fue al contrario… Me lo anoto

Pero siguiendo con el repaso de los viajes en el tiempo. Sin duda la novela más popular de este tema fue La máquina del tiempo, de H.G. Wells, una obra de la que se han hecho muchísimas películas y que tiene multitud de referencias en obras posteriores, además de tener varias lecturas que se van descubriendo en las nuevas visitas que haces al libro.

Los chicos de The big bang Theory compraron por ebay una máquina del tiempo a tamaño real pensando que era un juguete a escala.

Esta máquina de Wells, a diferencia de la de El anacronópete, viaja en el tiempo sin moverse de la localización en la que se encuentra, así que el protagonista del libro nunca sale de Londres.

Aunque bueno, sobre esto de viajar en el tiempo sin moverse en el espacio hay todo un debate físico-friki de gran interés donde entra en juego el movimiento de la Tierra, no sólo en el Sistema Solar, sino en la Vía Láctea y de nuestra propia galaxia y el grupo local en el que se encuentra. Habría que hablar de sistemas inerciales y de considerar las ecuaciones de la cinemática de la superficie del planeta con un punto de referencia fijo a nivel del Universo conocido para asegurar que cuando das un salto temporal no apareces más allá de la nube de Oort o dentro de una estrella.

Dejando la Física y volviendo a la ficción, precisamente en el Londres decimonónico se desarrollan otras dos obras de viajes en el tiempo, una de ellas, del gaditano Félix J. Palma, es Mapa del tiempo, (2008) ambientada en el siglo XIX y en la que el protagonista viaja para evitar la muerte de su novia a manos de Jack el Destripador, contando incluso con la ayuda del mismo H.G. Wells. La otra, es Las puertas de Anubis (1983) de Tim Powers. En esta novela, en la que unos estudiosos en literatura viajan al Londres de principios del siglo XIX para asistir a una conferencia de un poeta de la época, los protagonistas se ven envueltos en conspiraciones de hechiceros egipcios que quieren acabar con el imperio británico, viajando también al siglo XVII a la época de la revuelta de James Scott contra Carlos II de Inglaterra, coincidiendo con el primer pico de la Pequeña Edad de Hielo.

 

El método que tenían los viajeros en el tiempo del siglo XX de reconocerse era silbar las primeras notas de la canción Yesterday de Los Beattles.

Además autores como, Asimov, Lovecraft y Mark Twain han escrito de este tema. La de este último, Un yanqui en la corte del rey Arturo es divertidísima.

Y referente a libros, tampoco puedo dejar de hablar de una de las sagas de viajes en el tiempo por excelencia: Caballo de Troya del español J.J. Benítez. Son un total de diez libros en los que el autor nos cuenta la vida de Jesús de Nazaret de boca de un miembro de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, que ha viajado hasta Palestina y se convierte en un seguidor del fundador del cristianismo.

 

Relacionado con la vida de Jesús hay también una obra alemana llamada El vídeo Jesús, de la que han hecho alguna película, que va de unos arqueólogos que encuentran en una tumba del siglo I en Jerusalén las instrucciones de una videocámara que aún no se ha fabricado…

Otra obra en la que los que interviene el Ejército norteamericano es El experimento Filadelfia de 1984, basado a partir de supuestos hechos reales: el proyecto Arcoiris, en el que la Marina quería hacer un barco invisible al radar. En la película, los protagonistas viajan desde 1943 a 1984.

Además también hemos vistos viajes en el tiempo en Star Trek¸ donde la nueva saga establece una línea temporal paralela que no invalida lo que ocurre en la primera saga de películas, una especie de homenaje y admiración hacia la obra original.

También tenemos paseos temporales en Lost, la Tardis de Doctor Who, la mítica Enano Rojo de los ochenta; e incluso en Futurama, en un capítulo en el que los miembros de Planet Express viajan hasta Roswell en 1947, cuando el famoso ovni de Roswell, que no es más que la nave de reparto interplanetaria de la «sensual y cíclope comandante Leela» (me gusta decir esto con la voz de Zapp Brannigan). Al final resulta que Fry es su propio abuelo, un tema recurrente en muchas de las obras de viajes en el tiempo.

¿Os lo imagináis que os pasara a vosotros? Ya os he jodido el día…

Por cierto, y estableciendo extrañas conexiones, ¿sabéis que el personaje Kate de Lost (la innecesaria elfa de El Hobbit Evangeline Lilly) participa en un atraco a un banco en Nuevo México al lado de Roswell? Ahí dejo el dato.

 

BIENVENIDO AL MUNDO DEL FUTURO

sábado, 3 de enero de 2015

«MURDERABILIA», UN CÓMIC DE MUERTE Y CREACIÓN (Crítica)


 
 
Sentarse a crear algo es difícil si estás vacío, porque crear es, al fin y al cabo, vaciarte, soltar lo que llevas dentro: a veces una expulsión traumática y otras una filantrópica contribución en la que compartes con quienes quieran leerte, escucharte, verte o incluso tocarte y saborearte, eso que de alguna forma u otra necesitas materializar.

Hay quienes tienen mucha vida interior y no necesitan grandes experiencias para ser un derroche creativo, mientras que algunos, entre los que me incluyo, y quizá por eso me identifico con el personaje más bien anodino de Murderabilia; necesitan acumular vivencias, verse envueltos en el meollo de la cuestión, robar retazos de realidad para poder armar y dar forma a eso que hay dentro pero que no encuentra cómo materializarse.

De la creación y de la destrucción va, entre otras cosas, Murderabilia la nueva novela gráfica de Álvaro Ortiz. Al igual que en su previa Cenizas, tenemos unos personajes que necesitan encontrarse, que no están ni donde ni como quisieran estar, y que de una forma u otra deciden dar un salto adelante para encontrarse con su destino.

Pero en Murderabilia ya no tenemos a los personajes entrañables de los que me encariñé en Cenizas. Esta vez, y según mi impresión, Álvaro Ortiz consigue, a pesar de usar la narración en primera persona, que la empatía con el personaje principal no sea tanta. Está igual de perdido pero quizá menos jodido que los de su anterior trabajo y aun así su historia es más dura, más fría y, a pesar de todo, más creíble por ser menos rocambolesca.

Si en Cenizas teníamos un tratado sobre la incineración, en Murderabilia lo tenemos sobre objetos cercanos también a la muerte pero de una manera bastante más macabra (el nombre de esta obra es un término acuñado por el Director de la Oficina de Víctimas del Crimen del Departamento de Policía de Houston, Texas, para referirse a la colección de objetos relacionados con asesinatos y crímenes).
La muerte vuelve a estar presente como elemento creativo y como chispa detonante de cada una de las decisiones fundamentales de esta historia. Gracias a una muerte, el personaje, Malmö Rodríguez, toma la determinación que le ayudará a salir del estancamiento creativo en el que se encuentra. Gracias a otras muertes, Marcy, el personaje femenino, está atrapada en su existencia en un hotel (no confundir con el viaje hacia el hotel Existencia, guiño que algunos entenderán). Gracias a su obsesión por la muerte, tenemos al personaje que ejerce de piedra alrededor de la cual gira toda la trama. Gracias a la muerte por supervivencia (un festival de caza) subsiste el pueblo, perdido en algún lugar imaginado por Ortiz entre EEUU y el norte de España, donde se desarrolla la historia.

Es la muerte lo que ha llevado a unos personajes comunes y corrientes que te cruzarías por la calle y en los que no repararías, a coincidir en el tiempo y en el espacio en unas circunstancias dramáticas mientras buscaban su lugar en la vida o subsistían a la misma. Es esa vida, quizá miserable, la que hace que se aferren los unos a los otros una vez que se encuentran y deciden que no tienen nadie mejor al lado con quien juntarse, la que provoca que no haya muchas preguntas sobre el pasado para encarar mejor el futuro. Y es al fin y al cabo el descubrimiento de las respuestas a esas preguntas no formuladas lo que detona en el desenlace inesperado de esta novela, más bien amarga, crepuscular e incluso tarantiniana (si se me permite la inventada), con pocas concesiones al buenrollismo de Cenizas.

Lamentablemente se lee en poco más de una sentada.

viernes, 2 de enero de 2015

Dos estaciones


Fue una de esas escasas noches en las que a las dos de la madrugada te dices que es mejor volver ya a casa a dormir, pero en las que se te hace de día en una habitación extraña escuchando mil historias, quién sabe si inventadas, de una mujer que decidió no llegar sola al amanecer del primer día de invierno. Así empezó.

‑¿Ya te vas? –preguntaste con tu suave acento cuando me escabullía de la fiesta hacia la puerta‑. ¿No me prestas tu bufanda, que tengo frío?

‑Tápame con tu rebozo, llorona, porque me muero de frío –acerté a replicar, sin sentido alguno, haciendo referencia a La llorona¸ canción que ninguno de los hípsters de aquella fiesta en la que nos presentaron con cortesía forzada hubiera reconocido.

Semanas después me confesaste que las rancheras no eran tu fuerte. Sin embargo declaraste que aquella noche en un entorno desconocido y tan lejos de casa, mis referencias menos tópicas que las de los otros buitres que te rondaban buscando hacer presa en tu exotismo, conjugado con mi fingido desinterés al irme tan pronto, te impulsaron a retenerme con un susurro mientras tironeabas de mi bufanda: «Tómate esta botella conmigo, y en el último trago nos vamos».

Eras demasiado bella, a pesar de las ojeras causadas por el jet lag, como para que un tipo como yo pudiera fijarse descaradamente en ti sin el fruto del desprecio manifiesto, pero quizá el hecho de coger mi sombrero nuevo del guardarropa, a juego con la bufanda, te llamó la atención lo suficiente como para atreverte a jugártela conmigo.

Generalmente buscamos personas sinceras con la ilusión de compartir el resto de nuestras vidas, pero nada incita más a jugar a eso que creemos que se llama amor que mil mentiras lo suficientemente bien dichas como para ser aceptadas. Aquella noche yo supe interpretar bien mi personaje de tipo de mundo, y tú tenías las historias más exóticas que había escuchado en mucho tiempo. Tu suave acento mejicano recién aterrizado engatusó a mi imaginación cuando me contabas sin rubor el argumento de La reina del sur como si tu vida fuera un narcocorrido. El tequila que habías llevado como presente a la fiesta hizo el resto: Nada de limón ni de sal, «pendejadas propias de gachupines», dijiste sin inmutarte. Mirada desafiante con cada una de tus invenciones descaradas y respuesta en forma de caballito de tequila Revolución. Tus ojos herían como si fueran las mismas pistolas dibujadas en la botella cada vez que volvías a depositar ligeramente, sin alharacas ni golpes, el vaso sobre la mesa antes de continuar la narración sosegada que yo no me creía.

Fue ese autodominio, esa fe ciega de que mi «Me tengo que ir ya» era la única mentira que yo era capaz de contarte, lo que me ató a tu estela una vez que el dueño del piso dio por terminado el evento y nos vimos todos en la calle sin saber si continuar la fiesta en algún lugar oscuro o si disolvernos cada uno en su casa.

‑¡Vamos, carajo! –exclamaste desde tu apenas metro cincuenta y cinco de altura‑, ustedes no saben la suerte que tienen de poder caminar a estas horas de la noche por el centro de la ciudad sin preocupación alguna. ¿No son tan machos ustedes los españolitos?

Y ésa fue la frase que escuché tantas otras noches cuando yo me quería ir ya a casa pero tú prolongabas la espera y la ronda por las calles de Madrid, hasta que por fin decidías invitarme a tu cama para tomarte la venganza por lo que, decías, os hizo Cortés. Nunca te repliqué que, según otra de las mentiras que me creí gustoso, por tus venas corría sangre de todos los continentes.

Aquella noche inaugural casi perdimos el primer metro de la mañana. Me dijiste, buscando en el plano de la red tu destino, que te quedabas conmigo sólo dos estaciones, que sería la única promesa que debería tomarme en serio; pero tuve la audacia de apearme contigo y terminamos subiendo la escalera de tu casa cantando Paloma negra para espantar al último moscón que pensó podía apuntarse a un trío improbable. No, la reina del sur había elegido ya compañero discreto que le enseñara algo más que las calles atestadas de Malasaña.

Sin embargo, en la oscuridad de tu cuarto seguiste hablando y hablando, describiendo el D.F., rememorando los veraneos en Baja California con tus tíos de San Diego o el road trip que hiciste en 2008 hasta Panamá, describiendo el sabor del mole de tu abuelo Nicanor y del chile en nogada que solía preparar tu madre por el Día de la Independencia. Te pusiste triste al hablar de esa Navidad que llegaba, la primera lejos de casa. Me avasallaste a preguntas sobre mi origen, mi ciudad y qué hacer siendo forastero en Madrid, hasta que se hizo de día y callé a besos tu locuacidad de tequila, entonando el Amanecí en tus brazos de un tal José Alfredo... Y así pasaron muchas, muchas horas; y muchos, muchos días en los que yo despertaba llorando de alegría por tu entrega rabiosa y tú me regalabas con Las mañanitas aunque no fuera mi cumpleaños.

Pasó el invierno entre mantas y paseos abrazados, vivimos la primavera en la calle y descubriendo otros rincones de lo que con sorna llamabas la madre patria. Me contagiaste tu entusiasmo y tu sensibilidad artística ante cada fachada, cuadro e incluso paisaje que yo te enseñaba interesado. Me prometiste que me llevarías a México, que en El Zócalo no había rincón donde no te saludaran, que sabías dónde tomar los mejores chilmoles de Mérida, y que incluso habías descubierto una galería subterránea bajo la pirámide de Teotihuacán que tan solo tú conocías.

Y también me jurabas al oído que me dejarías sin aliento cada noche y cada mañana gracias a los más de dos mil metros de altura a la que estaba el D.F. Eso era lo único que a mí me importaba: tener tus ojos, oscuros como siglos de brujería, frente a los míos, incrédulos como los de un niño ante un almacén de juguetes para él solo.

Terminó la primavera entre todas esas promesas que no valen nada, y quise llevarte a mi mar Mediterráneo, tan lejano de tu Caribe querido. Elegí para ello la noche de San Juan, para saltar contigo en una playa escondida las primeras olas del verano. Era como retornar a la infancia pero acompañado de la sabiduría de tus caderas, del susurro cálido de tu acento trasatlántico. Había un grupo de jóvenes al final de la playa tocando guitarras a la luz de una hoguera, qué más podía pedir para ambientar esa noche. Te seguí hasta ellos, como siempre que buscabas conversación e historias inventadas de bocas de desconocidos.

La noche de San Juan tiene algo de etéreo, se contagia de la provisionalidad de la noche más corta, es principio y fin de muchas cosas. Exactamente igual que aquella otra noche de comienzo del invierno, cuando nos conocimos y me contaste todas aquellas historias que sabía no debía creerme. Y allí, a la luz del fuego, en los ojos de un muchacho con el torso descubierto y nuevamente entre los vapores del tequila, descubrí por fin que todo había sido verdad, debía haber sido verdad, especialmente cuando cantamos en la escalera aquello de «¡Quiero ser libre, vivir mi vida con quien yo quiera…!»; pero que las dos estaciones que me prometiste ya habían pasado, que el verano no era para mí y que esa noche por fin volvería solo a casa.

Desde entonces sé que la vida es una ranchera amarga y arrastrada... Pero bella, ¡carajo!