Alejandro Dumas padre
acuñó esta expresión en Los mohicanos de París
para manifestar que cuando un hombre empieza a hacer cosas extrañas o a
comportarse de una forma no habitual, para encontrar la razón de dicha conducta
no hay más que buscar a la mujer tras la que se mueve la voluntad del hombre,
algo que se ha convertido en un cliché de la novela pulp detectivesca (según el artículo de Wikipedia…).
Esto podría ser un spoiler de En la otra orilla del Támesis (editorial SoldeSol), la primera
novela publicada en papel por la autora Sarah Thomas; pero no lo es porque hay
muchas más motivaciones en los movimientos de los personajes de esta historia.
¿Y de qué va esta
historia?
En
la otra orilla del Támesis comienza con su protagonista, Adrian,
sentado en un banco frente a las Casas del Parlamento haciendo todos los días
lo mismo: dibujando a una mujer, Eva. Y es otra mujer, Claire, la que acudirá a
sacarlo de su ostracismo, interrumpiendo impertinentemente el exilio voluntario
que Adrian se ha impuesto en un banco de la orilla del Támesis.
A partir de aquí
descubriremos que Adrian es un entendido en arte, alguien a quien se disputan
los museos londinenses y cuya relación tormentosa tanto con Eva en el pasado
como con Claire en el presente son causa y/o consecuencia de los eventos que se
irán desarrollando a lo largo de la narración, con personajes espiándose
mutuamente de una orilla a otra del Támesis, con vidas que se cruzan como lo
hacen los puentes sobre el río y con el robo de un valioso cuadro en la Tate Gallery.
Pero, ¿quién roba el
cuadro? ¿Por qué lo hace? ¿Quiénes son los personajes que van y vienen por
Londres vigilándose unos a otros y jugando al escondite por las calles y
puentes de la capital britanica, conocedores todos de que algo va a pasar a
excepción del personaje principal, Adrian?
Plantear esas preguntas
y enseñarte la respuesta de forma velada es algo que hace muy bien Sarah
Thomas. Consigue mover a los personajes por la ciudad, contándonos todo lo que
hacen, mostrándonos sus pensamientos pero jugando a velar su identidad, a
ocultarnos quién es quién en los sucesivos saltos en el tiempo y a uno y otro
lado del Támesis. Así, veremos a personajes pintando cuadros, haciendo fotos a
hurtadillas, tomando nota de los movimientos de los otros, allanando moradas,
pero en ocasiones no sabremos quién lo hace, o por qué lo hace. Y todo esto,
que podría ser un lío tremendo, es al contrario un mecano comprensible no sólo
en el espacio sino también en el tiempo (yo adiviné algunas de las respuestas
antes de que la autora lo desvelara). Y es que todos los protagonistas de esta
historia tienen un pasado, una mochila sentimental que ha ido conformando su
personalidad y las motivaciones con las que actúan y que es necesario enseñar. La
forma y momento en que se nos muestra este pasado es otro de los aciertos de
Sarah Thomas, que modela de una forma precisa y con un amplio fondo la
actuación de sus personajes.
Pero no sólo los
personajes de carne y hueso son protagonistas de esta novela. Al igual que en
los libros de Sherlock Holmes, Londres y su clima, el Támesis y sus puentes,
son también protagonistas. En la otra
orilla del Támesis me recordó en ocasiones, gracias a este juego al
escondite entre sus personajes, a la también londinense Un pez llamado Wanda, aunque sin la parte de comedia; en otras era El gran robo del tren (Michael Crichton,
1975) donde se describe de una forma minuciosa y excelente el Londres de
mediados del XIX y su sociedad (como hace parcialmente Sarah Thomas con el
Londres actual); sus saltos en el tiempo, los personajes «perdidos» por esta
ciudad y la canción Yesterday, que se
llega a escuchar en un pasaje, me rememoraron a Las puertas de Anubis (Tim Powers, 1983); incluso la Londres
bulliciosa y la Londres oscura y desierta de La guerra de los mundos (Herbert George Wells, 1898) llega a asomar
en En la otra orilla del Támesis.
En resumen, la primera
novela en papel de Sarah Thomas es un compendio de vidas cruzadas con motivo
del robo de un cuadro, una narración a veces sosegada, en otras con una acción rápida
pero elegante, y otras tantas reflexiva, que te llevará de la mano saltando de
una orilla a otra del Támesis en busca de un Abstracto infinito más que de la femme.
La autora entrevistando a uno de sus personajes en la presentación del libro.
Salen sigilosamente de las
habitaciones de sus hijos después de contarles un cuento y besarles
amorosamente las mejillas cuando ya están dormidos. Después cenan en mesas
preparadas con esmero: cada tenedor en su sitio, las copas a la distancia
correcta de los platos y cubiertos. Luego escuchan un aria en la biblioteca
mientras comentan sosegadamente las noticias del día que se extingue con sus esposas.
Rezan las oraciones a su dios: el nuestro pero con diferentes profetas. Son
gente normal, como éramos tú y yo, ciudadanos que hacen su trabajo, igual que
hacíamos nosotros; hasta que salen por la puerta de casa y pasean entre nuestros
barracones.
Todos los creadores van dejando
pistas, conscientes e inconscientes, de lo que son en su obra. Escribir, ya sea
prosa, poesía o letras de música, es la forma de las artes más transparente de
desnudarse frente al receptor de tu mensaje, dando por supuesto que la creación
artística, su ejecución más allá de la idea bullente en la cabeza de su dueño
para que otros la puedan recibir, es una necesidad que todo creador se ve
empujado a realizar por su ego (independientemente de los distintos grados de
timidez).
Así que cuando tienes ante ti la
obra de alguien a quien conoces, su contemplación detallada abre las puertas de
un mundo interior que va más allá del que las conversaciones de bar, los
mensajes de whatsapp o los correos
electrónicos te pueden desvelar.
Por ello he de agradecer a mi
amigo trasatlántico Pablo Martínez Burkett, con quien nunca he tratado en vivo
a pesar de intercambiar lecturas y escritos desde hace ya nueve años gracias al
milagro de internet, el ejercicio de
nudismo que ha realizado en su segunda colección de relatos: Los ojos de la divinidad.
Acabo de terminar de leer este
conjunto de catorce historias y tengo la convicción de que conozco mucho más a
fondo a su autor, y me gustaría estar ahora mismo allá en Buenos Aires,
disfrutando de su hospitalidad y de la primavera austral, para tratar de
aprehender toda su sapiencia y su capacidad a la hora de crear historias que
van más allá de lo cotidiano.
Pablo Martínez Burkett es un
destacado profesional en su campo (el Derecho) en Argentina y posee un amplio
conocimiento en una variada gama de materias; y leyendo su arte literario tengo
el convencimiento de que ha trabajado duro para conseguir todo el bagaje que
tiene. Si a la hora de desarrollar la profesión que le da de comer pone el empeño
con que escribe, donde no da puntada sin hilo, con un lenguaje adornado y en
ocasiones barroco pero fluido como un vals, a veces melancólico como un blues,
y otras tantas canalla y gustoso de sí mismo como un tango; digo que si ejerce
con esa precisión, es sin duda uno de los abogados mejor preparados del Cono
Sur.
Sí, en serio, es un prestigioso abogado, además de reputado estudiosos, amante esposo y enamorado padre.
Los relatos de Pablo son elaborados,
nos muestran a personajes cultos, conscientes hasta la última consecuencia de
sí mismos y sus circunstancias; fatalistas, detectores eficientes de la belleza
entre la furia del día a día, estoicos y con el necesario punto de complacencia
hedonista si la circunstancia así lo requiere. Las historias en las que estos
personajes se ven envueltos nos muestran las preocupaciones de su autor, sus
miedos, pero también sus deseos; el amigo que quiere ser, el padre que es y el
amante que ha sido, entre otras cosas.
Sin duda ha disfrutado y ha
sufrido a partes iguales pariendo estas historias, de temática más amplia que
su primera colección (Forjador depenumbras) y donde el tono sombrío se diluye en nuevas disquisiciones no
menos atormentadas en algunos casos (aunque se trate del niñero a regañadientes
que se encariña del pequeño Baltasar).
Pablo Martínez Burkett, en Los ojos de la divinidad ha preparado
despedidas de amigos, inventado cuentos a niños, se ha enamorado como un adolescente
a la edad de peinar canas, ha comprendido la vacuidad de la guerra, ha sido un
héroe, se ha sentido viejo, nos ha contado la melancolía que te envuelve cuando
haces repaso de las vidas cruzadas de los amantes que no pueden ser; y se ha
puesto en el papel del hombre que han esperado que fuera.
He escuchado a su amiga la Trini
hablando con su acento porteño, sabiendo que yo también consentiría sus
desvaríos; he visto a la muchacha de falda hippie y peinado a lo garçon bailando los acordes del No woman no cry, me he sentido fascinado
por los ojos hirientes de Noor-al-Ein y el acento granaíno de Amparo; me he imaginado llorando la marcha de un amigo
de tertulia, flotando en un río de las selvas africanas, recapacitando sobre
los años que hace que canto esa canción que me hace tan viejo; y reconociendo
que «todo enamoramiento en una mujer dedicada a seducir con éxito, será siempre
una abdicación».
En definitiva, he disfrutado con
las perlas que Pablo Martínez Burkett nos ha ido dejando a lo largo de estos
catorce relatos; pequeñas joyas engarzadas con la profesionalidad de un joyero
paciente que no tiene prisa y sí amor por su trabajo, adornadas con su lenguaje
exigente pero que compensa una vez que aprendes a navegar en su prosa
envolvente.
Los ojos de la divinidad es un regalo que nos hace su autor en
forma de herida en la propia consciencia. Herida necesaria para, no sólo
conocer más a Pablo, como dije al principio, sino para reflexionar sobre uno
mismo conforme se avanza en la lectura de sus historias.
Un «no lugar» puede ser aquel
sitio que se autoimita a sí mismo de una manera asépticamente eficaz y
enfermiza, de forma que es siempre igual sea cual sea el punto geográfico del
planeta en el que te encuentres. En el afán de que sepas reconocer exactamente
dónde has entrado o dónde hallar cualquier objeto dentro de ese espacio, borra
casi cualquier referencia cultural del exterior. En cualquiera de estos «no
lugares» importa lo de dentro, ofrecerte una falsa confortabilidad que te haga
sentir bien con la única intención de que permanezcas allí tanto como ellos quieran,
gastes lo máximo, y vuelvas lo antes posible; independientemente de que estés
en Lima, Nueva York o Ulán Bator. Puede ser una franquicia de comida rápida
donde sabrás que tu hamburguesa extra doble deluxe
o los fetuccinide la abuela de la carta serán lo que esperas, un hipermercado que
será el mismo en Almendralejo que en Dubái (si exceptuamos el bendito cerdo y
el necesario alcohol) para que no te pierdas en sus pasillos; o un hotel de
cadena internacional que te engaña con ser tu casa en cualquier latitud.
Es decir, un «no lugar» es al fin
y al cabo un sitio en el que dejas de ser tú para jugar a ser un número más en
la ninguneante maquinaria social que nos asigna gustos, necesidades y
satisfacciones. Es realmente donde más perdidos estamos, como parecen estarlo
los personajes de esta obra: No lugar.
Una consulta psicológica en la
que un extraño paciente que nos sorprende sobre su circunstancia a cada giro de
guion, es manipulado por, y manipula a, una doctora cuya profesionalidad sube y
baja como en una atracción de feria. Una conversación a cara de perro, o entre
dos niños que no saben cuál es su lugar pero que han venido a encontrarse cómodos y a
salvo en el pequeño espacio de la consulta; un juego de confesiones o una
confusión sobre quién es quién realmente en un texto que trepida en la locura a la que se dejan arrastrar los protagonistas.
Y para que esto funcione, para
que la noria gire y los personajes jueguen con los espectadores a que creamos
que están en un no lugar interior (¡y es que realmente están en esa situación
aunque parezca que sea lo que nos quieren hacer creer!) es sin duda esencial el
trabajo cómplice que desarrollan Elena Gracia y Pablo Tercero, dos actores con
tablas, recursos casi infinitos y un gran conocimiento mutuo; sin desmerecer el
trabajo depurado de guion de Amanda Lobo y Charlie Levi Lery, quien también es
responsable de dirigir por el buen camino a estas dos fieras sobre el
escenario.
No lugar es un trozo de la vida de gente normal que quizá no lo sea
tanto, o la historia de dos anormales que realmente son más normales que tú y
que yo. Una obra que de una forma u otra, y sin renunciar al humor, te ha de hacer
pensar a su conclusión qué estás haciendo de tu vida y con quién.
El próximo 7 de noviembre se
representa de nuevo esta obra que pude ver hace unos meses. Será a las nueve de
la noche en Espacio 8 (Santa Ana 4,
La Latina), y por una buena causa: toda la recaudación irá destinada a ayudar a
los saharauis que han perdido lo poco que tenían con las lluvias torrenciales del
pasado mes de octubre.
Ayudar a quienes lo necesitan sí que es un Sí lugar.
‑El puñetero ojo de la cerradura que guarda la puerta del
paraíso, el bendito botón del timbre que anuncia la hora del recreo o el
felpudo amable con mensaje de bienvenida. Éste, queridas mías, será el lugar en
el que se detendrán la mayoría de cenutrios que quieran cobijarse al calor de
vuestro hogar. Vuestra es la decisión de si, antes de permitirles ensuciar vuestra
entrada con su barrillo de charca llena de renacuajos, preferís establecer un
contrato de convivencia sagrada que…
Y mientras la profesora seguía parlamentando, sus alumnas atónitas buscaban en el libro de educación sexual dónde tenían el bendito botón del timbre.
Al abrir el contenedor, se dio cuenta de que estaba empezando a olvidar
el nombre de las cosas, como el de ese instrumento largo fabricado con el
material que forma el tronco de los… «Sí hombre, esas plantas altas con hojas
arriba»… y que aún agarraba con sus manos manchadas de ese líquido que olía
dulzón. Se limpió en la prenda que le cubría las piernas, «Pantalán o
comoquiera que se llamara»; con un resoplido lanzó el pesado paquete al
contenedor y lo cerró. A hurtadillas en la oscuridad regresó a casa intentando
recordar qué significaba la palabra compasión,
recién escuchada a gritos. Pero no había manera. El bate, «¡Eso, bate!», se le
resbalaba de las manos pringosas.
Relato finalista de la primera semana del concurso Relatos en cadena del programa La Ventana de la SER en la temporada 2015-2016
Los viajes de vuelta de vacaciones no se encaran con el mismo ánimo que los del comienzo de las mismas. Como en ciertas relaciones, la ilusión del comienzo ha desaparecido y en el horizonte no se dibuja la aventura sino que es la rutina quien nos espera en destino.
Con este panorama he aprendido a intentar plantear los viajes de vuelta de forma distinta. Hay que imaginar contramedidas y fuegos de artificio que borren de la cabeza la idea de que ya se acabó. Por ello, al igual que el año pasado, planifiqué un viaje de regreso a Madrid desde Elche en varias etapas (dos frente a las tres del año anterior).
Y el punto intermedio elegido para dulcificar el retorno fue uno que conozco muy bien: las lagunas de Ruidera, uno de los pocos rincones húmedos y de espíritu veraniegos en mitad de La Mancha. Con esta ocasión serían nueve las veces en las que visito este paraje desde el verano de 1983, con los 6 años recién cumplidos, hace 32 (contar los años pasados desde ciertos recuerdos puede ser catastrófico cuando te das cuenta de lo que significa la edad que tienes).
La salida desde Elche por la N-340 hacia el oeste también me hizo pensar en el tiempo pasado desde que esa carretera (ya transitada en el viaje de ida entre Albaida y Jijona) no era más que dos carriles sin apenas arcén, para pasar a ser ahora una vía de alta capacidad con dos carriles por sentido, glorietas y vías de servicio a ambos lados en este tramo de 11 kilómetros entre Elche y Crevillente.
Precisamente el día anterior fui por esta carretera hasta Murcia: 65 km con travesías y cruces, a la vieja usanza como cuando era niño y, sin existencia de autovías, teníamos que ir por esa carretera nacional a Murcia o hasta Baza (Granada). Ese viaje atravesando pueblos, sufriendo camiones, atento a los agricultores que entran y salen casi sin mirar como si estuvieran en un camino vecinal; me recordó a las carreteras transitadas en viajes de años anteriores por Rumanía y los Balcanes. Hemos perdido la costumbre de viajar y conducir despacio por esas vías que forman parte intrínseca del territorio y su sociedad, para volar ajenos a lo que nos rodea por las autovías y autopistas que tanto acercan los extremos de la ruta pero a su vez nos alejan del territorio que atravesamos.
Por ello le he pillado el gusto a viajar despacio en mi Vespa: cierta nostalgia por la recuperación de algunos caminos de la niñez.
Aquella mañana de un miércoles de finales de agosto estaba nublada, como suele ser habitual en la costa con montañas cercanas, algo deseable en verano cuando vas en moto con una chaqueta negra.
Quizá uno de los puntos mas espectaculares de la etapa sea la subida desde Albatera (Vega Baja del río Segura) hasta Hondón de los Frailes (Vinalopó Medio), es decir, desde la llanura aluvial y litoral hasta la prolongación del altiplano murciano, prácticamente la Meseta. Con rampas de hasta el 14% se sube en 11 kilómetros desde los 20 metros sobre el nivel del mar (m.s.n.m.) de Albatera hasta los 500 m.s.n.m. en el punto más alto del puerto, con curvas de velocidad recomendada de 20 km/h
Este puerto es conocido por los aficionados al ciclismo de la zona como el Albaterolo.
Al otro lado está la comarca del Vinalopo Medio (o Valles del Vinalopó según otras divisiones comarcales), una zona limítrofe con el altiplano murciano donde se comen los mejores arroces que he probado: los de conejo y caracoles con leña de sarmiento. Se trata de una comarca que, a poco más de media hora de la playa, y a más de 400 m.s.n.m., se conforma con valles de secano entre picos que apenas llegan a los 1.000 m.s.n.m. En esta región, además de los lugareños y los camiones transportando grandes bloques de mármol, se ven gentes rubias conduciendo todoterrenos: holandeses y alemanes que desde hace años han estado colonizando estas tierras más tranquilas que las de primera línea de playa; una comarca con clima seco, prácticamente de interior, donde no sobra una chimenea de leña en tu chalet y los precios son más baratos que los que hay a orillas del mar. Un lugar donde retirarse que parece de interior pero que está del Mediterráneo a un paseo de coche .
En esta zona entre Alicante y Murcia (crucé hasta tres veces el límite entra ambas provincias) hay pueblos con nombres como Barbarroja, Cañada del Trigo, Torre del Rico, Casas del Señor y El Cantón, donde hace 30 años sólo había un teléfono: el de la cabina pública en la plaza; grandes canteras de mármol y el diapiro del Cabezo de la Sal de Pinoso, desde el que una conducción envía salmuera a las salinas de Torrevieja y La Mata a más de 50 km de distancia.
A excepción de la MU-9-A (en la primera incursión en territorio murciano, con una carretera en muy mal estado entre Barbarroja y Algueña; y en obras) conducir por aquí es sencillo y con pocas concesiones a las curvas (a excepción del Albaterolo).
Tras echar gasolina en Pinoso (ATENCIÓN, entre Pinoso y Jumilla hay 30 kilometros vacíos, sin gasolineras; el año pasado en mi ruta de bajada encontré que la estación de servicio de la N-344 en Casas del Puerto estaba clausurada y estuve a punto de no llegar a Pinoso) seguí con la ruta del Vino hacia Jumilla y Hellín haciendo tramos de dos carreteras nacionales (N-344 y N-301) que han pasado o están pasando el proceso de quedar olvidadas por las autovías que las están sustituyendo. Al menos en esta zona ambas carreteras sobreviven como vías de servicio y variantes que permiten viajar con menos prisas a los raros como yo.
Paré de nuevo en Hellín para almorzar una tapa mínima y rellenar el depósito y poder llegar a destino sin más paradas, porque a partir de aquí me metía por lugares desconocidos en los que tenía dudas del abastecimiento.
Poco a poco, el paisaje de valles suaves entre los últimos pliegues más abiertos de la cordillera Prebética se va amansando aún más, aunque escalando sin prisas hasta los 1.000 m.s.n.m. en las llanuras al suroeste de Albacete.
Los cultivos de secano y los restos de bosque mediterráneo dan paso al cereal y la vid a ambas márgenes de la CM-313, una carretera que entre Hellín y Munera une las N-301, N-322 y N-430; una especie de vía con la que evitar el paso por la capital manchega. De hecho, el tráfico de camiones en esta ruta es considerable en ambos sentidos.
Salí de Hellín siguiendo la estela de un camión cargado de paja, con lo que agradecí el pequeño desvío que tomé saliendo por Rincón del Moro para pasar por Alcadozo: 32 kilómetros solitarios por un camino asfaltado entre viñedos.
Esas llanuras y colinas suaves entre Hellín y Peñas de San Pedro, pequeños restos de la serranía de Alcaraz y Segura que se extienden hacia el suroeste, se convierten en terreno accidentado con mucho bosque a partir de esta última localidad.
Allí, en Peñas de San Pedro volví a entrar en la CM-313. Se trata de una vía de curvas rápidas con variantes en todas las poblaciones. En su tramo entre la N-322 (cruce con el río Jardín) y la N-430, el terreno se va ondulando bastante, con lo que quedo "atrapado" entre dos camiones puesto que en las bajadas consigo despegarme del que llevo detrás pero en las subidas no puedo pillar al que llevo delante, y cuando me pongo a su rebufo la aguja de la temperatura del agua me empieza a subir un poco por encima de lo normal. Así que decidí dejar tierra de por medio con el camión que llevaba delante y, a pesar de que el otro también se había quedado bastante atrás, paré un rato en la entrada a Lezuza para dejar que mi perseguidor me adelantara e ir más tranquilo; (de paso aproveché para intentar provocar al tuitero @malorenzo (Miguelito) con alguna foto. Iba bien de tiempo y sabía que a las 14:30 estaría comiendo en Ruidera.
Y así fue.poco después de las 14:00 el terreno ondulante por el que circula la N-430 comenzó a descender hacia la depresión en la que el río Guadiana forma las lagunas de Ruidera. A la entrada del pueblo estaba mi alojamiento, el hostal La Noria.
Sin duda yo era el último cliente del día en llegar porque el propietario me saludó por mi nombre. Minutos después, tras contarle que ya me alojé allí por primera vez en 1984, el mismo verano que abrieron, y otras dos veces en 1991 y 1992; mi anfitrión hizo memoria y me contó que efectivamente se acordaba de nosotros, los de Elche, dándome incluso una ligera descripción de mi padre.
La verdad es que es un gustazo llegar a un sitio así y que 24 años después aún se acuerden de ti.
Guárdate de las personas normales, ésas que siempre saludan en el rellano de la escalera y a las que ayer viste sacar la basura, como todos los días.
Y es que, como en Requisitos para ser una persona normal, es difícil y engañoso definir qué es una persona normal.
Asistí al estreno de Palabras encadenadas en el Off del Lara, un montaje de la obra de Jordi Galceran (El método Grönholm, Burundanga,...) presentado por la compañía La Ruta Teatro de Juan Pedro Campoy.
Se trata de un texto difícil, duro, un tiovivo de emociones en el que dos personajes al límite, Laura (Cristina Alcázar) y Ramón (Francisco Boira), luchan a cara de perro por la vida. Ella, secuestrada por él, habrá de aceptar el juego de las palabras encadenadas que él le propone para poder escapar de su cautiverio. A partir de esta premisa se desata un combate, a veces desigual, en otras brutal, y con varios giros de guion donde nunca llegas a estar seguro de que las cosas sean lo que parecen (algo que, conociendo algunos de sus obras, gusta mucho a Jordi Galceran).
Como actor, hay que estar muy seguro de sí mismo para atreverse con este texto, con la tensión permanente en la que una mujer secuestrada por alguien que se autoproclama como normal pero que declara que necesita ayuda psicológica, ha de intentar usar su cerebro para sobrevivir frente a un rival malvado, inteligente, lleno de matices. Frente a esos matices y los giros de guion, ella también despliega todo un repertorio de estados de ánimo, un carrusel de sensaciones que obliga a ambos actores a presentar todo su registro interpretativo, a estar en guardia constante, a no acomodarse en un determinado nivel de miedo, pena, angustia, odio o rabia.
Y desde mi humilde punto de vista, creo que tanto Cristina Alcázar como Francisco Boira lo consiguen, saben moverse por la montaña rusa que es este texto complicado, tormentoso y lleno de rencor y miedo. Ambos tienen una fuerza brutal, destacando precisamente los momentos de mayor enfrentamiento físico entro los dos personajes.
De lo que vi ayer, en el estreno, saqué la conclusión de que el texto es tan complicado desde el punto de vista interpretativo que a veces el problema no es sólo que el actor no llegue a transmitir del todo la angustia o el odio que pueda sentir, sino que parte del público se siente tan apabullado y acongojado (especialmente con el formato de este montaje, donde espectadores y actores casi se tocan, impidiendo que haya trampa o cartón en la expresividad); que en ocasiones siente la necesidad de reír cuando no toca, cuando una réplica que pudiera parecer un chiste realmente no lo es, y se obligado a liberar tensión gracias a una falsa broma. Pero no, esto es mucho más serio como para reír. El juego de las Palabras encadenadas es una lucha fatal, una olla a presión en la que apenas hay algún momento en el que el texto, y los actores, dan tregua al público, ofreciendo algún mínimo caramelo envenenado para que el respetable se relaje de cara a la próxima sorpresa.
Creo que este montaje consigue notablemente llevar al espectador al infierno, traerlo de vuelta y... Mejor no hacer spóiler, mejor asistir al Off del Lara los miércoles de septiembre a que jueguen contigo a las Palabras Encadenadas.
Hace unos meses escuché en la radio la epopeya de algunos integrantes de La Nueve, una compañía de la División Leclerc del Ejércio de la Francia Libre. Sabía de la existencia de esta división que por estar integrada por antiguos soldados de la Segunda República Española era conocida dentro del mismo ejército francés como La Nueve, en castellano. No hace mucho, la alcaldesa de París, de ascendencia gaditana, les dedicó una plaza en la capital que ellos ayudaron a liberar siendo los primeros que entraron a la ciudad aún ocupada por los nazis.
Pensé que la historia de esos hombres merece ser contada a lo grande. Yo por mi parte, les dedico, hoy que es el aniversario de su entrada a París el 24 de agosto de 1944, un pequeño relato que escribí aprovechando una primera frase del concurso Relatos en Cadena de la SER.
NUEVE
—Con cada vuelta del tambor de la lavadora en régimen normal, que dura unos setenta minutos, se consume de media uno coma cinco julios. Sin embargo, durante los cuatro minutos que dura el centrifugado se consume un millón doscientos mil julios. Esta última fase supone el setenta por ciento del gasto energético del electrodoméstico. Si el otro veintinueve por ciento de la energía se gasta en calentar el agua, ¿cuántas revoluciones por minuto alcanza la lavadora durante el centrifugado?
Todos sus compañeros echaron mano de las calculadoras, pero él quedó eclipsado por la palabra revolución. Mientras los demás obtenían porcentajes y consumos él huía de los bombardeos en un viejo vapor rumbo a Orán. Ella, a su lado, dejaba caer una calculadora de las manos para apartarse de la cara el pelo que el viento húmedo y salado le arremolinaba frente a los ojos. Su mirada interrogativa se dirigía a la costa que comenzaba a dibujarse por la proa. Él la abrazó prometiéndole que, juntos, tomarían París.
Tras un día de descanso en Valencia con viejos amigos para siempre,
incluyendo playa y un arroz dominical en la Dehesa del Saler,
tocaba emprender la última etapa de mi regreso veraniego a Elche.
Una jornada entre dos puntos de la costa pero en la que, para evitar
el rodeo litoral de la esquina noreste de la provincia de Alicante,
se escala por las montañas de las comarcas centrales hasta uno de
los puntos más elevados de todo el viaje.
La mejor forma de salir de Valencia es la pista del Saler (CV-500),
una carretera que huye de la megalomaníaca Ciudad de las Artes y de
las Ciencias hacia esas maravillas de la naturaleza tan cercanas a la
gran ciudad que son el bosque
de la Dehesa del Saler y la Albufera
de Valencia.
Tras dejar atrás los edificios calatravinos y cruzar el nuevo
cauce del río Turia muy cercano a su desembocadura, que nada tiene
que ver con el curso de agua salvado dos días atrás en Santa Cruz
de Moya, la CV-500 se mete entre los primeros arrozales, que en esta
época del año lucen un verde intenso, para a continuación seguir
por el límite entre el bosque y el lago, circulando en ocasiones
bajo un tupido túnel verde de pinos cuyo olor, sonido y vista borran
casi al instante que hace cinco minutos estábamos en la tercera
ciudad de España.
La visión de los arrozales desde una torre en esta época del año
me hace recordar la reflexión que años atrás me vino a la cabeza
paseando por el bosque donde se haya el nacimiento del río Cuervo,
durante una escapada otoñal a Cuenca: Para conocer un paraje, hay
que visitarlo en todas las estaciones del año, y ver así cómo de
distinto es un bosque, un lago, o incluso una ciudad, según las
circunstancias de la estación. Y es que aunque el bosque perenne del
Saler se mantenga más o menos inmutable durante todo el año, no es
así con la Albufera, cuyo aspecto depende del ciclo del arroz y de
las aves estacionales que visitan sus aguas.
(Nota: Rebeca es una de las guardianas del parque natural y perseguirá
implacable a aquellos domingueros que no respeten las normas del
mismo)
La
CV-500 es para ir sin prisa, una carretera de tintes veraniegos
cuando cruza El Perellonet y El Perelló y desde la que se vislumbran
algunas de las mecas de la famosa ruta
del bakalao. Poco después de estas dos poblaciones, se aleja por
fin de la orilla del mar para atravesar de nuevo los arrozales hacia
Sueca. Aquí enlazamos con la N-332
(sustituta costera de la N-340 entre Almería y Valencia y que
tomaremos más adelante).
En este último tramo de costa entre Sueca y Gandía, la ruta nos
descubre la realidad de gran parte de estas comarcas, donde las
montañas se acercan al mar dejando una estrecha y fértil franja
litoral donde los cultivos tradicionales sobreviven entre el monte y
las torres de apartamentos. Salvo estas apreciaciones, no tiene mucha
miga esta parte del viaje, donde la carretera, junto a la paralela
AP-7 (autopista del Mediterráneo) soporta un tráfico muy intenso en
estas fechas y tiene un trazado sencillo, a excepción de alguna
travesía, y tramos desdoblados.
Por otro lado, en Cullera se atraviesa el río Júcar, ya visitado
tres días antes en Cuenca, circulando perezoso por los último
meandros que le llevan a su desembocadura; siendo la última
referencia que encontraremos de grandes ríos: nos dirigimos hacia la
zona más árida de la península.
En
Gandía dejamos la costa y empezamos a subir hacia las cumbres de las
comarcas
centrales de la Comunidad Valenciana por la CV-60.
Como en sus primeros kilómetros se trata de una autovía, ésta
asciende sin grandes virajes, ni siquiera en el tramo donde aún es
una carretera convencional. Cerca de su final, en Montaverner, enganchamos con el corredor definido por la antigua N-340,
la carretera más larga de la red de carreteras del Estado y que se
apoya en otra ruta aún mucho más antigua, la Vía
Augusta romana.
Así que siguiendo los pasos de los elefantes de Aníbal y de los
comerciantes romanos después, enfilé el puerto de Albaida con la
luz de reserva recién encendida y el puño roscado pero a 60 ó 70
km/h hasta hacer cumbre y poder escapar de un camión que amenazaba
con engullirme. Apuré hasta la entrada a Alcoy, que atravesé de
punta a punta recordando cuando hace 30 años recorría con mi padre
estas comarcas debido a su trabajo. A partir de aquí, todo el
recorrido lo habré transitado en mi niñez a bordo del Renault 18
GTD ranchera verde que usaba mi padre para el trabajo (era un buen
bicho, el coche). Y es realmente a partir de Alcoy donde el camino
vuelve a ser divertido prácticamente hasta el final de la etapa en
Elche.
Entre Alcoy y Jijona la N-340 circula por el espectacular barranco de
La Batalla y enfila luego el puerto de La Carrasqueta (aunque aquí
la carretera ha pasado a denominarse CV-800)
A un paso del mar se encuentra este puerto de 1.020 m de altura, cuya
vertiente sur (una cornisa colgada casi en la cumbre) se divisa desde
las playas de Arenales del Sol, allí donde espero pasar las próximas
tardes; como un corte largo y ligeramente inclinado allá lejos en la
montaña.
A partir de aquí el paisaje empieza a cambiar abruptamente, los
bosques de los lados norte de las sierras se convierten en las vertientes de solana del sur, parajes
cada vez mas secos y áridos. Estamos acercándonos a donde de verdad
casi nunca llueve.
El descenso de La Carrasqueta hacia Jijona es aún más divertido que
su ascenso, y es que el lado sur es más accidentado hasta la misma
entrada a la ciudad del turrón, con una sucesión de curvas a 180
grados más que notable. Tras atravesar la población siguiendo las
indicaciones a Tibi se asciende de nuevo un puerto (aquí la aguja de
la temperatura volvió a subir ligeramente por encima de lo normal,
como ocurrió durante la calurosa primera jornada) por la CV-810. Es
una carreterilla con rampas entre pequeños bosques de pinos y curvas
rápidas en «S» que
cuando desciende hacia Tibi (donde está una de las presas más
antiguas de Europa) se complica con 4 curvas de 180 grados entrando
al pueblo.
Después de Tibi se siguen las indicaciones hacia la A-7, donde hay
que entrar y salir (por aquí cerca se puede subir al Balcón
de Alicante, un lugar con unas vistas espectaculares sobre la
ciudad) para seguir por la CV-827 camino de Agost. Esta carretera
circula a media ladera por un paraje duro y semidesolado, con una
gran cantidad de curvas para todos los gustos donde disfruté
muchísimo tumbando entre laderas de arcillas rojas e irisadas, un
paisaje muy característico de esta zona de la provincia, y
especialmente en toda la cuenca media del Vinalopó.
Ya, una vez que se atraviesa Agost, hemos dejado atrás las montañas
(salvo la bajada desde Aspe a Elche) y circulamos tranquilamente por
las carreteras comarcales y locales más concurridas de esta zona del
Vinalopó medio. Hay que atravesar Monforte del Cid y Aspe por la
CV-825 y a continuación el trámite de glorietas y curvas de la
CV-84 entre Aspe y Elche para volver a divisar el mar cuando se entra
por el norte de Palmeralandia.
En los últimos años he hecho
muchos viajes y miles de kilómetros por carreteras de medio planeta,
menos de los que hubiera querido pero más de los que un asalariado
corriente con los días de vacaciones justitos suele hacer.
He recorrido toda la rivera norte
del Mediterráneo, visitado los Balcanes, cruzado Estados Unidos de
costa a costa, llegado hasta la capital de Mongolia atravesando toda
Asia Central, alcanzado el finisterre
del norte europeo en Noruega y bajado un par de veces al moro.
Todo
esto lo he hecho sobre cuatro ruedas (en turismo, monovolumen e
incluso en ambulancia -el Mongol Rally
en 2011-), disfrutando del confort del aire acondicionado, con
espacio para llevar una botella de agua fresca o unas galletitas para
matar el gusanillo y todo el utillaje necesario para acampar y
montarte un picnic en
cualquier parte; además de con mi música, la que hace que las horas y los
kilómetros pasen sin darte cuenta.
Algunos
de esos viajes los hice acompañando a motoristas, quijotes de la
carretera que llevan el espacio justo para el equipaje, que han de ir
atentos a la climatología para saber qué ropa usar, expuestos a
las ráfagas de aire lanzadas por la atmósfera o los vehículos
pesados; y generalmente solos a lomos de sus motocicletas. Y no me
atraía demasiado el mundo motero, desde la comodidad de mi asiento
en el interior de un coche, ¿qué atractivo puede tener subirse a
una moto?
Sin
embargo la necesidad me llevó a comprarme una moto para ganar tiempo a la
vida apretada de Madrid (yo que venía de ir andando al trabajo en
Valencia), una scooter
con la que burlar los atascos de la M-30, regalo con el que me
obsequió la moda detestable de llevar los centros de negocios y las
oficinas a complejos empresariales de las afueras, lejos de los
lugares donde vivimos y de los centros urbanos donde ocurre la vida y
está lo que nos interesa. El caso es que me compré una Vespa de 125
cc para que mi vida en la Villa y Corte no terminara de ser el
infierno alienante total hacia el que se encaminaba a lomos de
atascos en la M-30 o transbordos entre metros y autobuses.
Por
tanto, mi llegada a las dos ruedas fue circunstancial, por
necesidades urbanas diarias, algo de lo que algunos moteros dicen que
no es ser motero: moverse en scooter
por la ciudad para evitar los atascos no es ser motero, según
algunos. A mí sinceramente me la repanocha. Sé que me ha dado vida,
he ganado tiempo y libertad diaria y me ha picado el gusanillo de
lanzarme a la carretera para viajar de forma diferente. Éste
es el segundo año que afronto mis vacaciones con un desplazamiento
en moto, y me está gustando. El año pasado decidí realizar mi
visita familiar a Elche desde Madrid en mi Vespa urbana y modesta. Y lo disfruté. Tanto que meses después hice una escapada a Jaén desde
Madrid también sobre las dos ruedas y este año he repetido mi viaje
a Elche en Vespa.
En
primer lugar, una pequeña presentación de mi cabalgadura.
Yo
necesitaba un vehículo con el que poder culebrear entre el tráfico
de Madrid sin tener que pensar en sacarme otra licencia
de conducción. Además, yo no tenia vocación motera, así que la
respuesta a mi necesidad era una scooter
automática de 125 cc. ¿Y por qué una Vespa? Pues ya que hacía la
broma la hacía con cierto estilo. La Vespa tiene la personalidad de
las que otras motos pequeñas carecen, y la que me compré casi me
llamó a gritos desde que apareció frente a mis ojos en la tienda en
la que entré a preguntar (imposible conseguir una GTS de 125 de
segunda mano, vuelan en cuanto salen a la venta). Tuve que decidir
entre la LX o la GTS, pero casi desde el primer momento tuve claro
que sería la segunda, ya que dentro del pequeño tamaño de estas
motos en el mundo de las 125, la GTS es más culona que su hermana y
te da más visibilidad y presencia, aunque su mayor peso le quite
algo de reprís.
Así que mi moto fue una Vespa GTS Supersport
gris titanio de aspecto deportivo.
Vespa
en posición María del Monte: «A
la sombra de los pinos»
Mi
conocimiento en el mundo de las motocicletas es nulo, así que poco
puedo decir de las prestaciones del motor de inyección electrónica,
sus frenos o amortiguación. Sólo decir que cumple sin problemas lo
poco que por ahora le pido, aunque es cierto que en autovía o
carreteras nacionales va justa cuando la pendiente sube hasta el 5% y
se me viene abajo. Llaneando se pone sin problemas a 110 (según el
velocímetro, que realmente son 100 km/h). Es de destacar el consumo,
siempre por debajo de los 3,5 l/100 km , y la potencia de sus faros,
que permiten conducir de noche con total tranquilidad.
EL
VIAJE (día 1: Madrid-Cuenca)
Un
viaje de estas circunstancias, con una ruta recomendada de 400 km por
autovía no es el tipo de viaje para hacer con una Vespa. Sería de
una monotonía mortal. Lo suyo es buscar carreteras secundarias y
nacionales poco transitadas, recorrer ese otro camino en el que el
paisaje está más cerca de la ruta, donde la vía forma parte del
territorio y no es tanto una cicatriz sino una forma de entender el
país o la comarca: Hay vida más allá de las autovías.
El
año pasado hice la ruta Madrid-Daimiel-Aýna-Elche en un sentido y
Elche-Alcalá del Júcar-Lagunas de Ruidera-Madrid en el inverso.
Esta vez quería pasar por Valencia y hacer un recorrido que hace
unos meses me quedé con ganas de hacer: ir a Valencia desde Madrid
por Cuenca, casi una línea recta por el corazón de la Alcarria y
por el sistema Ibérico. Y allá fui.
Intentar
salir de Madrid por carreteras que no sean una autovía es muy
difícil, una especie de via
crucis
de semáforos y glorietas de polígonos industriales: hace unos meses
hice el ensayo de salir hacia Cuenca para aprenderme ese camino, por
en medio de Vicálvaro, y tardé una hora en llegar a Anchuelo. Vale
que quiero viajar despacio, pero no que se me haga de noche sin haber
salido de la provincia. Así que cuando ese viernes salí del trabajo
a las 13:30 me monté en mi Vespa y me lancé a la M-30 y la A-2
confiando en no ser devorado por el tráfico que huye de la capital
del reino un viernes de agosto. Fueron los primeros 23 km de la A-2,
hasta Alcalá de Henares, los que hice por dicha autovía (el año
pasado fueron 50 hasta Aranjuez por la A-4). Estos tramos de
carreteras de alta capacidad cercanos a la capital no me parecen
conflictivos en lo que se refiere a peligro de alcances, puesto que
la velocidad suele estar bastante condicionada por el tráfico y las
múltiples entradas y salidas. Es cierto que hay que andar con mil
ojos porque hay mas actores y elementos involucrados, incluyendo los
movimientos de trenzado, con lo que uno desea llegar lo antes posible
a las carreteras casi desérticas. Y eso ocurrió en cuanto en las
inmediaciones de Alcalá de Henares dejé la A-2 y la M-300 hacia
Pozo de Guadalajara por la M-213.
Es
el lugar donde se te enciende la luz de reserva y ves que los pueblos
están desiertos y sin rastro de gasolineras (afortunadamente
comiendo en Anchuelo comprobé que dentro del radio de acción de mi
depósito y en mi ruta había una estación de servicio).
Normalmente
antes de comenzar un viaje me gusta cotillear las imágenes de
Panoramio
y de Streetview
para tener una idea de qué me voy a encontrar (a veces soy demasiado
buscador de spoilers),
y así hice pensando que a
la hora de parar a comer estaría por esta zona entre Alcalá de
Henares y Pozo de Guadalajara. Quería
comprobar si se veían bares al paso de la carretera por los pueblos
de este tramo (Anchuelo, Santorcaz y Pozo de Guadalajara), cosa por
otro lado algo estúpida: hay bares en todos los pueblos de España a
la orilla de la carretera.
Días
antes vi que en Anchuelo había un mesón junto a la ruta y pensé
que podría parar a comer allí. ¡Qué descubrimiento el Mesón
López! Al menos la oreja y la forma de aliñarla. Sé que volveré.
Para qué comer lechuga si tienes oreja bien aliñada.
Con
la barriga llena, el calor del mediodía y un fuerte viento de
Poniente anunciando posibles tormentas en el cielo plomizo reinicié
mi camino. Hasta pasado Pozo de Guadalajara (donde llené el
depósito) no hay nada reseñable, pero a partir de esta localidad el
camino se pone divertido. La CM-2027 hacia Aranzueque tiene una
bonita sucesión de curvas entre encinares en la que pude probarme y
casi di alcance a una moto más potente que me había pasado en las
primeras rectas de esta carretera. Aún así, en estos entornos
rurales hay que ir con cuidado, puedes encontrarte con maquinaria
agrícola a la vuelta de una curva o que el firme esté resbaladizo
porque hayan caído restos de grano desde un remolque . Eso me lo
encontré allí, especialmente en las curvas con mayor peralte.
Llenan los remolques más de la cuenta y luego van perdiendo carga en
los lugares más peligrosos para los motoristas. Cuidado si circuláis
por estas zonas.
A
partir de Aranzueque la ruta cambia totalmente. Desde aquí y hasta
Cuenca las dos siguientes carreteras son amplias, bien asfaltadas y
con trazados corregidos. La primera es la CM-236 siguiendo el valle
del Tajuña hacia el noreste (con viento de cola en mi caso), y la
segunda es la N-320, que sólo presenta un pequeño cuello de botella
en la zona de Entrepeñas.
La
carretera N-320 es una especie de alternativa a la A-3, A-31 y AP-36
para aquellos que vayan sin prisas más al norte de Madrid. Una ruta
interior que une las tres capitales manchegas orientales (Albacete,
Cuenca y Guadalajara) con la A-1 en Venturada. El tramo que hice yo
atravesando la comarca de La Alcarria, teniendo que saltar de valle
en valle (éstos estan alineados perpendicularmente a la dirección
de la ruta), estaba en perfecto estado, con variantes en casi todas
las poblaciones, trazados rectificados y cruces a distinto nivel. Uno
de los puntos donde no se dan estas condiciones ideales (para una
conducción relajada y aburrida) es el entorno de la presa deEntrepeñas. Como su propio nombre nos indica, la presa está situada
entre dos peñas en las que se apoya y entre las que encierra el agua
embalsada. El único camino para cruzar sobre el río Tajo es por
encima de la presa, con lo que la carretera ha de ascender hasta la
cota de coronación de la estructura para luego atravesar mediante
túneles ambas peñas en las que se apoya. Es una configuración
típica de muchas carreteras que atravesaban un río aprovechando
alguna garganta más estrecha y donde con el tiempo se ha realizado
una presa sobre la que ahora circula la ruta. Pues bien, la subida
hacia Entrepeñas desde Guadalajara tiene su punto divertido.
Entre
este punto y Cuenca hay varios lugares interesantes, uno de ellos es el
Monasterio de Monsalud en Córcoles, pasado Sacedón, y cuyo interior
es visitable los fines de semana. Como había leído que está
declarado Bien de Interés Cultural, aproveché que está muy cerca
de la carretera para acercarme a echar un vistazo aunque estuviera
cerrado. Se accede por la entrada a Córcoles, sin necesidad de
atravesar el pueblo, por un caminillo en un estado mejorable y una
entrada al monasterio (lo que queda del mismo) mediante unos pocos
metros de camino en pendiente y con gravilla (está indicado). Desde
luego no es la alfombra adecuada para las ruedecillas de mi Vespa,
pero llegué sin problemas.
A
partir de Alcocer ya se atraviesan los pueblos o se rodean
mínimamente, con lo que se puede apreciar mejor la pizarra usada en
las construcciones de esta comarca. Paré a tomar un refresco en
Cañaveras (La
buena mesa,
con pino a la orilla de la carretera, vacío a esa hora, atendido por
la hija de la dueña y el novio fuera de la barra indicando a la
muchacha que al menos me pusiera un vaso con hielo para el
refresco... Vi sacos de cacahuetes, con cáscara. No puedo dar más
datos).
Justo
a la salida de Cañaveras la carretera se empina al 5%, con lo que
tuve que acometer esta pendiente sin ninguna inercia al reemprender
mi marcha desde La
buena mesa.
En esa subida, casi coronando, fui engullido
por un camión ya que la Vespa no pasa de 60 km/h en esas
situaciones (hay que subir sin prisa y con paciencia, vigilando por
el retrovisor que no venga nadie demasiado encendido).
Seguí
la estela del camión, y de otro turismo con una conductora muy
prudente que no consideró adelantarlo en ninguna de las ocasiones
que tuvo, durante 18 km hasta Villar de Domingo García. Un tramo con
curvas abiertas descendentes en las que no me costó seguir a estos
dos vehículos. A la salida de Villar pude adelantarlos aprovechando
la menor aceleración del camión y poner tierra de por medio a pesar
de un par de rampas en las que pensé que volvería a pillarme.
A
partir de aquí fueron unos 25 km tranquilos hasta Cuenca, incluyendo
la entrada por la A-40 para evitar a un autobús que en el enlace
entre esta autovía y la nacional tiró por la segunda echando un
humo más negro que el de Lost.
Esa
tarde en Cuenca, donde ya había estado en otras ocasiones, descubrí
que viajar en moto te permite, después de tomar posesión de tu
habitación de hotel (cuartucho de pensión en mi caso), subir con tu
misma moto hasta el centro del cogollo (en este caso un aparcamiento
para motos en lo alto del casco antiguo a la sombra de la catedral)
sin necesidad de ir a pie (que puede ser un inconveniente si vas
falto de tiempo) o de preguntar por transporte público (si la ciudad
es grande). Cuando llegas a una ciudad en coche no te planteas luego
callejear, lo aparcas y te olvidas de él, pero con la moto me animé
a buscar algún sitio para hacer una foto chula (dentro de mis
posibilidades y desconocimiento) y escalar por las calles
adoquinadas, empinadas y reviradas de Cuenca hasta la misma catedral.