lunes, 22 de septiembre de 2014

Regreso

Deberías airearte un poco y ya de paso tiras esa ropa, ¡que huele a bicho muerto!

‑Pero cariño…

‑¡Ni cariño, ni cariña! Que ya me sé yo tus historias. Además, mientras no te afeites esa barba monstruosa ni se te ocurra acercárteme a menos de seis pies.

‑Pero…

‑¡Chitón! Tira y haz lo que te digo.


Vencido, se encerró en el baño, comenzó a desnudarse, no sin dificultades (aún no había asimilado la inmovilidad de tierra firme), y se metió en la tina. Mientras se frotaba, Ernest Shackleton añoró el mar cruel, su hundido Endurance, y la hostilidad y dureza de Georgia del Sur.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Para siempre


El bar al que bajas a ver el partido de fútbol con los amigos, donde a base de compartir tardes y noches ya conoces a los parroquianos y los saludas con un arqueo de cejas si los encuentras por las calles del barrio; el banco de la calle donde te sentabas a esperarla frente a su portal, la combinación de semáforos en rojo y verde que encuentras al salir de casa con el coche, esos niños camino del colegio con los que te cruzas todos los días y que llevas años viendo crecer, la tradicional pizza de los viernes, las triquiñuelas de la pescadera del súper para que te lleves siempre unas almejas, el desayuno de los sábados en la terraza de la esquina leyendo el periódico, las tardes de sofá viendo vuestra serie favorita, temporada tras temporada; el ritual de cada mañana al levantarte, el programa de radio y el orden de las secciones que escuchas camino del trabajo, la limpieza del baño el viernes por la tarde, el saludo a la kiosquera cada vez que sales de casa, la lista de la compra del fin de semana, la escapada a bañarte cuando empieza el buen tiempo, el recorrido habitual por las tiendas del barrio para comprar los regalos de Navidad, las cosquillas que le haces de repente cuando no se las espera, el sonido del tranvía llegando a la parada cercana a casa, el lugar donde guardas cada cacharro de la cocina, la negociación sobre qué película ir a ver al cine, la sucesión de curvas que te llevan de vuelta al pueblo, esa camiseta que le regalaste, la copa bien preparada por tu colega el del garito donde cenáis de tanto en tanto, el parque al que vas a correr algunas tardes, la siesta que os dais juntos el viernes, la esquina del kebab en la que siempre sueles encontrarte a ese antiguo compañero de clase y con el que repites la misma conversación, el dependiente agrio de la administración de loterías de los jueves por la tarde, la sonrisa cada vez que pasas por la calle donde os besasteis por primera vez, tu peluquería, el almuerzo con los compañero de trabajo, la cuadrilla indisoluble de las excursiones a la sierra, esa canción que siempre pides el sábado por la noche, la vieja furgoneta del frutero aparcada bajo el mismo árbol para que le dé la sombra, el atajo para ir a la playa cuando hay tráfico, sus ojos cerca de los tuyos, las vistas desde la ventana, el olor del mar, la farola donde atas tu bicicleta, la chica de la copistería, la sartén vieja para la tortilla de patatas, las pintadas del ascensor, las teclas de tu coche, la cerveza mientras preparas la cena, las plantas del balcón, la diferencia sutil en el beso que te da y que significa que quiere que hagáis el amor…

Todo, absolutamente todo lo que parece parte del paisaje inalterable de tus rutinas, se esfumará un día, revelándote que nada es para siempre.
 
 
O lo que es lo mismo, todo cambia...
 

jueves, 4 de septiembre de 2014

El aroma de su oscuridad




Tras pasar toda la mañana sentado en la Vespa atravesando las llanuras variadamente monótonas de La Mancha, no me pensé un segundo la respuesta al dueño del hotel donde me alojaría esa noche.

-Esta tarde a las siete haremos una excursión por el monte. Es una actividad gratuita a la que se pueden apuntar los clientes del hotel -me dijo una vez que me dio la llave de mi habitación-. Serán unas dos horas y recorreremos algunos de los parajes menos conocidos pero espectaculares del cañón.

-Me apunto, por supuesto -respondí convencido de que sería interesante recorrer los rincones ocultos de aquel valle agreste y escondido en las sierras donde nacen el Segura y el Guadalquivir. Un lugar donde caer un milímetro más allá o más acá marca el resto de la vida de una gota de lluvia: ir a morir al Mediterráneo o al Atlántico.

El propietario, un tanto ojeroso y de una delgadez que se me antojaba enfermiza, sonrió innecesariamente satisfecho por mi respuesta y me recordó la hora del desayuno. A continuación subí mi exiguo equipaje a la habitación, pequeña y con una decoración estancada en algún momento no muy preciso de los años setenta del siglo pasado. Tras una breve cabezada me refresqué en la ducha y bajé al comedor del hotel, a probar la no típica comida de los rebordes de La Mancha suroriental.

Me atendió una muchacha unos diez años menor que yo, y por tanto en mitad de una juventud lozana que a mí ya se me derretía en el calendario. Resultó ser la hija del propietario. Se movía por el salón con una gracilidad y mando dignos de un primer violín de la filarmónica de Viena o, dado el ambiente rural en el que nos encontrábamos, como un alegre perro pastor moviendo a su rebaño de camareros y clientes hacia donde ella pretendía. Hacía valer, con su control efectivo de todo lo que pasaba en el comedor, su condición de heredera de aquel pequeño reino hostelero, anclado sobre una pared vertical de casi cien metros de desarrollo por encima del río.

No tardé en dejarme cautivar por la deferencia con la que, quise engañarme, me trataba y por la forma sutil que tenía de dar órdenes al personal. Así que, a pesar de estar sentado junto a una ventana desde la que se observaba la zona más estrecha del valle, donde éste realmente se convertía en un desfiladero profundo y amenazante envuelto en el fragor del río, mi atención durante la comida se entretuvo con las evoluciones de la muchacha y las sonrisas solícitas que me dedicaba cada vez que atendía alguna de mis demandas.

Tras aquel pequeño paréntesis fantasioso volví a mi habitación a dormir la siesta, imitando a los habitantes de los pueblos manchegos que había atravesado los días previos donde, después de la comida, las calles rectas y recortadas de paredes encaladas se convertían en un sueño post-apocalíptico; una especie de ensoñación vacía bajo el sol implacable que atraviesa el aire limpio de la meseta más rural. Sin duda, lo mejor que se podía hacer durante esas horas del día era refugiarse del horno exterior y del sonido de las chicharras incansables, buscar la oscuridad tras las persianas bajadas y descansar a la espera de que el sol bajara unos cuantos grados, tanto en el cielo como en el termómetro.

En los hoteles, mientras más viejos son, más quejidos extraños se escuchan a través de su estructura, aunque ésta sea de hormigón armado y acero, menos proclive a los crujidos propios de la madera. Estos ruidos suelen ser desasosegantes durante la noche, cuando sabes que no hay nadie activo al otro lado, cuando todos duermen y la imaginación se empeña en atribuir cualquier origen no convencional a esos sonidos. Sin embargo durante la hora de la siesta, a pesar del toque de queda impuesto por el sol, ahí fuera de tu habitación continúa la actividad, y los ruidos, si no molestan, son la vida casi tranquilizadora, anunciando que nada extraordinario ha pasado y todo sigue en su sitio. Por ello, unos pasos por el corredor, unos golpes sordos en alguna habitación lejana, un extraño maullido, algo que cae; no son más que cosas que pueden ocurrir habitualmente a las cuatro de la tarde. Así que la sinfonía apagada y queda que de tanto en tanto amenizaba mis incipientes ronquidos no consiguió obstaculizar la rampa por la que me deslizaba hacia el sueño reparador.

Me desperté con el tiempo justo para bajar a darme un baño en la piscina, decadente y desierta, con vistas al cañón, haciendo más evidente la soledad de aquel rincón perdido en la sierra. Tras refrescarme me cambié para salir a caminar por el monte y acudí al bar a por una botella de agua, donde coincidí tanto con la hija del propietario como con una de las clientas que se apuntaba a la excursión. Por la conversación que mantenían supe, para mi alegría, que la heredera, como decidí apodarla, sería nuestra guía durante el paseo por la montaña.

La expedición estaba compuesta por dos matrimonios completamente equipados como el argamboy excursionista. Les acompañaba la hija adolescente de uno de dichos matrimonios, con una amiga que hacía a la primera más llevadero el viaje con los padres deprimentemente enrollados. Además, completaban el grupo una pareja joven cuyo estado de ánimo conjunto variaba con una frecuencia de cinco minutos entre el odio desgarrador y el amor chorreante, y por último un tipo de mi edad, opositor a notario y de aspecto no menos gris, que se presentó como Cordero.

Nada más comenzar la excursión descendiendo hacia la vega del río en el fondo del cañón, salió a la luz la clara intención del aspirante a notario de cortejar a nuestra guía. Mientras los matrimonios se dedicaban a interpelarse entre ellos y hacer chistes y observaciones indecorosas, para mayor vergüenza de las adolescentes, y la parejita entraba y salía de la conversación general según los reproches que tuvieran que hacerse; el notario y yo intentábamos no alejarnos de la cabecera de la expedición para atender las explicaciones que nos daba nuestra guía. Además de no querer perder vista de su hermoso y bien torneado trasero, no hay que negarlo.

Cordero, a pesar de su apariencia más o menos gris, se mostró un duro rival en conseguir las atenciones de la muchacha, haciendo un alarde de su conocimiento de la botánica y la zoología de la comarca además de las tradiciones relacionadas. Yo me limité a esperar la ocasión para hacer algún chiste oportuno y más afortunado que los de los maridos y a deslizar discretamente, y con la menor pedantería posible, apuntes sobre los procesos geológicos que crearon el paisaje que contemplábamos, a modo de refuerzo de lo que la heredera nos contaba durante el paseo.

Avanzamos un trecho por el fondo del cañón entre huertas que bordeaban el río, engañosamente apacible, y pasados unos minutos cruzamos por un pequeño puente de estilo inidentificable: por más que el notario quisiera decir que era renacentista yo tenía claro que era una anodina estructura del desarrollismo. Ahí supe que mi rival iba de farol. Sí, en algún momento decidí echarme un pulso con el amigo Cordero, a ver quién conseguía más sonrisas y respuestas de la muchacha.

A partir de ese punto comenzamos a ascender por un sendero empinado que, transcurriendo a media ladera entre el bosque de pinos, se dirigía hacia los picos que se observaban desde el comedor del hotel, al otro lado del valle. Las adolescentes, a pesar de su juventud, mostraron rápidamente su poca preparación para estas actividades, incluyendo el soportar a padres desatados, así que no tardaron ni dos minutos en quejarse e ir quedándose atrás. La madre de una de ellas fue la primera sacrificada de la ruta, decidiendo acompañarlas de vuelta a la actividad más relajada de languidecer en la piscina. Los demás continuamos nuestra ruta sendero arriba, hacia las zonas donde se había creado una reserva de cabras montesas para atraer a cazadores y turistas.

-Pero no sólo eso -añadió mi rival queriendo hacer notar su sapiencia-, también hay reportes de apariciones de lobos por estas sierras, haciendo competencia a los cazadores.

-No puede ser -intervine algo molesto por el uso de la palabra reporte, a mi entender innecesariamente copiada desde el inglés por el castellano sudamericano e importada sin decoro a la península-. La población de lobos en la submeseta sur se limita a Sierra Morena y Despeñaperros -expliqué gustándome-. Es altamente improbable que algunos de esos individuos hayan conseguido cruzar desde allí hasta Cazorla, y más aún que no se hayan quedado precisamente en la misma sierra de Cazorla; puesto que no hay informes -y remarqué la palabra informes- de avistamientos de lobos en ese parque natural. No creo que hayan continuado su camino hacia estas sierras del Segura.

-Tienes razón, son leyendas urbanas -me apoyó la heredera-. Además, cada vez hay menos cabras por aquí, no darían para alimentar a los lobos, ni siquiera los jabalíes.

-Seguramente se tratará de perros asilvestrados -sentencié.

Así, con la convicción de haber ganado ese asalto, subí con mayor ánimo por la ladera, en busca de las fantásticas vistas que la heredera nos aseguraba que tendríamos. Verla sudorosa y jadeante colina arriba también era un buen aliciente. Pero tras cinco minutos de ascensión, y cuando estábamos en un saliente del camino intentando descubrir alguna cabra en las sierras cercanas, escuchamos unos gritos de pánico abajo en el río. A continuación, un rugido cuyo eco retumbó por las paredes del cañón nos heló la sangre. A partir de ese momento la secuencia de hechos se sucedió vertiginosamente.

Nuestra guía, con los ojos como platos salió corriendo por el sendero detrás del notario, que había vuelto hacia abajo para buscar un lugar mejor desde el que ver lo qué pasaba en el fondo del valle.

-No os mováis -fue su orden escueta.

Mientras tanto, abajo volvimos a escuchar más gritos y un aullido extraño, que bien podía ser el de un lobo o el de un perro. Los gritos parecían ser de las adolescentes, lo que puso muy nervioso tanto al padre y marido como al otro matrimonio. Yo intentaba racionalizar que un ataque de animales salvajes en estos parajes de la península era inconcebible, aunque sin darme cuenta me aferré con fuerza a una rama del pino más próximo hasta que la arranqué, teniendo en mis manos un arma más o menos contundente. Seguidamente, a la confusión de gritos, rugidos y aullidos se unieron las voces de hombres, también abajo en el río. Pero esta confusión no se produjo sólo en el fondo del valle: en medio del jaleo pude distinguir, tras el recodo del camino por donde habían desaparecido nuestros acompañantes, gritos tanto de hombre como de mujer. Sin embargo estos gritos quedaron apagados por un disparo sordo que identifiqué como de escopeta de cartuchos de caza menor, y que tronó desde el fondo del valle en nuestros oídos como si nos sacudiera allí arriba. Los rugidos se transformaron en lamentos y las voces de los hombres arreciaron mientras que el llanto de las adolescentes se oía claramente desde nuestra posición.

Consumido por la impaciencia y la incertidumbre, encabecé al grupo hacia abajo. Todos me habían imitado y blandían ramas, palos e incluso alguna piedra recogida del suelo. Al doblar el recodo del camino encontramos a nuestra guía sentada sola en el suelo en una zona donde el sendero se asomaba al precipicio. Estaba pálida, con las manos temblado cubriéndose la cabeza y mirando hacia el río, allá abajo.

-Ha resbalado -dijo antes de que pudiéramos preguntar nada-. Corría muy cerca del borde, buscando un lugar desde el que se viera lo que pasaba abajo y ha resbalado.

Nadie acertó a decir nada. Nos encontrábamos sobrecogidos, tan solo algún lamento de la mujer con la que coincidí en el bar. Le ayudé a levantarse mientras señalaba en el río el punto donde había caído mi hasta hacía cinco minutos rival, pero era imposible distinguir nada. Abajo los gritos de los hombres habían cesado y sólo se escuchaba a las adolescentes llorar. No teníamos ángulo para ver lo que ocurría. Abrazando a la muchacha le animé a seguir hacia abajo, sin hacer preguntas, y con una mirada apremié a los demás a que nos siguieran. Pronto los dos hombres y la pareja joven se lanzaron a toda la velocidad que pudieron sendero abajo, armados de sus palos, mientras que la otra mujer y yo ayudamos a la heredera a bajar a un ritmo al principio pausado, hasta que se fue recuperando. Yo hacía auténticos equilibrios entre darle la mano que aún me pedía con un temblor nervioso y sujetar la rama con la que pretendía defenderme de un posible ataque. Finalmente, y mientras nuestros predecesores gritaban los nombres de las adolescentes y de la madre camino abajo, nosotros fuimos recuperando el ritmo corriendo todo lo que la prudencia aconsejaba. La excitación iba en aumento conforme nos acercábamos al río y los gritos se hacían más cercanos, aderezados ahora por las sirenas de los vehículos de emergencias que llegaban de algún punto de la carretera. El bosque de pinos se nos hacía cada vez más amenazante a ambos lados del sendero y nuestras armas improvisadas se enredaban entre las ramas de los árboles, haciéndonos tropezar y golpearnos en nuestra carrera. Estábamos a un punto de la desesperación temiendo que aquello que había desencadenado todo se nos abalanzara de repente de entre los pinos, por eso fue indescriptible el alivio que sentimos al dejar atrás el último tramo del sendero por la ladera y llegamos trastabillando a la vega del río.

Mi atención se dirigió inmediatamente a las adolescentes, en brazos de los adultos. Parecían estar físicamente bien, aunque unos sanitarios llegados en ambulancia les curaban unas heridas en las piernas. Afortunadamente parecían rasguños sin importancia debidos a una caída. También había un par de guardiaciviles hablando con sendos paisanos, uno de los cuales sujetaba aún una escopeta entre sus manos; el otro un hacha. Sus manos seguían temblando.

Sin dejar de abrazar a la muchacha me dirigí hacia los agentes para comunicarles lo ocurrido arriba.

-Lupe, zagala, ¿estás bien? -preguntó uno de los guardiaciviles al vernos. Ella parecía que seguía en estado de shock.

Expliqué lo ocurrido arriba, al menos lo que sabía. Luego Lupe, por fin conocí su nombre, contó cómo salió corriendo detrás de Cordero, y parece que debido al ruido de abajo, quizá por el eco del disparo de la escopeta, cayeron unas piedras desde la ladera junto a la que transcurría el sendero en ese punto. Una de ellas golpeó al hombre en la cabeza mientras que otras le hicieron resbalar, cayendo por la ladera hacia el río.

Apenas quedaba una hora de luz, por lo que ya no podríamos subir con los agentes para que realizaran su informe del accidente en el mismo lugar de los hechos. Nos convocaron a todos al día siguiente por la mañana, temprano, para subir de nuevo al punto donde resbaló el opositor a notario y reconstruir los hechos. Como testigos del accidente deberíamos quedarnos en el hotel hasta que el juez llegara mañana y determinara el siguiente paso.

Por otro lado, con voluntarios del pueblo que se habían acercado atraídos por el jaleo, se organizaron sendas partidas de búsqueda, tanto del animal que atacó a las adolescentes y a la madre de una de ellas, como del cuerpo del infortunado Cordero. Al menos mientras las condiciones de luz lo permitieran.

Aunque los testigos presenciales del ataque aseguraron a los agentes que se trataba de un animal enorme, quizá un león escapado de algún circo, aseguraron, yo ayudé a los guardiaciviles a tranquilizar a los vecinos, prestos a difundir cualquier clase de rumor descabellado.

-No es un felino o cualquier otro animal que no conozcamos por estas sierras -intervine en el debate que se estaba abriendo-. Tranquilos, hace unos años también se creyó ver a una leona por las sierras del Maestrazgo, entre Teruel, Castellón y Tarragona, pero se trataba de un perro muy grande. Yo, que no he visto al animal y sólo lo he escuchado sé que no estoy condicionado por el miedo o las equivocaciones de mi vista. Desde allí arriba he escuchado claramente los aullidos de un cánido.

De todas formas, y para aplacar los ánimos, los agentes recogieron unas muestras de sangre del animal. El cazador, en el tiro que dio a la desesperada cuando el animal se abalanzaba sobre las mujeres, consiguió herirlo y hacer que huyera, dejando un débil rastro de sangre en el camino junto al río. Los sanitarios llevarían esa muestra hasta la capital para que la analizaran en los laboratorios de la Facultad de Biología y salir así de dudas.

Ya de noche en el hotel, rodeado de paredes y gente, y tras un baño hipnótico en la piscina contemplando las estrellas a través de los lucernarios, parecía que todo hubiera ocurrido mucho tiempo atrás. Acudí a la cena tranquilo y con la intención de conversar sobre el hecho con el propietario, puesto que era él quien normalmente solía hacer de guía en las excursiones, según me contó su hija. Durante el paseo, antes del incidente, nos explicó que su padre conocía cada rincón de la comarca como si fuera la palma de su mano: cada sendero, cada árbol especial, cada abrevadero de animales salvajes, por dónde merodeaban los jabalíes, dónde se escondían las cabras montesas... Tenía la curiosidad de saber su opinión, y de si mi hipótesis del perro grande podía ser acertada. Que los lobos se hubieran adentrado en aquellas sierras y atacado a la luz del día a un grupo de personas debería cambiar mucho la idea sobre la distribución y hábitos de esos animales. Era un fenómeno totalmente insólito.

Pero no fue posible. No le vi por ningún sitio y tampoco quise importunar a nadie en un momento como aquél, ni ir haciendo preguntas cuando las víctimas del ataque, también en el comedor, seguían aún afectadas. A quien sí vi fue a Lupe. Pero esa noche ya no desplegaba su actividad de mando, estaba en un rincón muda y pálida, casi ausente, sin prestar atención a lo que se desarrollaba en sus dominios. Una vez atendido por otro camarero, se dio cuenta de mi presencia y acudió a mi mesa. Vino a darme las gracias por haber tirado de ella ahí arriba en el monte, cuando se quedó petrificada.

Ése fue el primer momento en el que pude observarla con detenimiento, frente a frente, sin ser un voayeur indiscreto que la espiara desde su ignorancia. De melena larga y negra como una noche sin luna, recogida en una cola alta, destacaba una mecha gris, el mismo color de sus ojos. Su mirada era niebla turbia, hecha para desorientarte, para perderte en medio de una cara de frente despejada y proyectada hacia delante, como un desafío. Sin embargo su sonrisa amplia hacía las paces con el mundo, pero manteniendo un rictus que recordaba cierta agresividad, un punto de atención sobre hasta dónde podías llegar con ella. El pelo recogido mostraba generosamente el cuello, poderoso e incitador. Encima de la mesa, las manos acompañaban con el movimiento a su voz atenta, con un timbre dulce que nunca hubiera imaginado manchego. Eran manos y muñecas de aspecto fuerte, como el cuello, sin concesiones pero de una movilidad y una flexibilidad extrañamente gráciles y atractivas.

Mientras la observaba me costó seguir el hilo de su agradecimiento por haberla ayudado. Se había visto sola porque su padre tuvo que salir a atender unos asuntos a la capital y con el ataque y el posterior accidente, delante de sus propios ojos, se había quedado en blanco, paralizada ante el pensamiento de que sería incapaz de estar a la altura de las circunstancias. Y por eso daba tanto valor a mi gesto de tirar de ella y ayudarle a ponerse en marcha. Decía que evité que se quedara atrapada por el miedo.

-Tranquila, todos pasamos miedo -le respondí-, sólo que a ti te miró directamente a los ojos cuando Cordero tropezó y cayó.

Finalmente, y viendo que la conversación le ayudaba a animarse y a desvelar las brumas que le estaban rondando, terminé por invitarle a que se quedara a cenar conmigo y me contara cosas de la vida en aquel lugar y la gestión de un hotel. Le confesé que era uno de mis sueños ocultos: gestionar algún hotelito rural en un lugar apartado de las preocupaciones de la gran ciudad. Tras los postres, con los chupitos que pedimos para terminar de espantar al miedo, terminamos por reír y contar algún chiste, una vez que el resto de clientes se había marchado del salón y sólo quedaba el camarero recogiendo y limpiando. Al fondo de la niebla de sus ojos parecía divisarse algún claro, quizá sólo el brillo del alcohol.

Cuando el camarero advirtió a su jefa de la hora y pidió las órdenes para el desayuno del día siguiente, dimos por concluida la velada. Nos despedimos al pie de la escalera y me dirigí hacia mi habitación reflexionando sobre los recodos caprichosos de la vida. Una muerte en la montaña y un ataque de un animal salvaje en un rincón alejado de una comarca recóndita habían provocado que terminara cenando con la muchacha a la que había admirado durante la comida.

-¿Y qué me quedará por ver? -musité mientras abría la puerta de mi habitación.

La ventana estaba abierta, y con la brisa refrescante del fondo del cañón se colaban las incertidumbres y la oscuridad que venían desde el otro lado del río. Vencí el impulso de cerrar la puerta del balcón y me quedé a oscuras sobre la cama sin deshacer, escuchando los rumores que llegaban desde fuera. Apenas basta un minuto para habituar al oído a los rumores del bosque. Por encima del fragor del río se escuchaban los grillos, algún mochuelo, incluso un cuco, las copas de los árboles protestando por el balanceo al que las somete el viento; y dentro del hotel los crujidos clásicos de cualquier edificio en el silencio de la noche.

Con los ojos abiertos, fijos en las sombras que las aspas del ventilador arrojaban sobre el techo, estaba intentando decidir el efecto del alcohol sobre mi entendimiento, cuando un ruido distinto captó mi atención. Parecían pasos amortiguados por la moqueta del pasillo, ¿o quizás ecos lejanos de ramas partiéndose ahí fuera? Era incapaz de distinguirlos. Contuve la respiración para escuchar con más claridad. El movimiento de la cortina hacía bailar las sombras en el techo, y unos golpes suaves, tres, sonaron en mi puerta. El corazón me dio un brinco. No sabía si me estaba durmiendo y lo había soñado o si por el contrario alguien llamaba. Me levanté de un brinco, como si un estado felino se hubiera hecho dueño de mis acciones, y caminé de puntillas hacia la puerta. Con todo el sigilo posible abrí la mirilla. Allí estaba su mirada. Brillaba en la oscuridad, y tuve la extraña certeza de que sabía que yo estaba observando desde dentro, y que había sabido de mi vigilancia desde el primer momento en que la vi al mediodía. Abrí la puerta.

-Hola Lupe.

Entró sin responder, pasando a mi lado como una sombra y dirigiéndose a la ventana. La seguí y me senté en la cama, detrás de ella. Tras la silueta de su pelo recogida en una cola alta, y recortada sobre la colina que había al otro lado, fue descubriéndose la luna llena. Esperó paciente a que saliera por completo, en silencio, asimilando los sonidos del exterior; parecía que acechaba. Una vez que la luna brilló en toda su circunferencia, se sentó a mi lado y me abrazó. Lo demás vino solo. Y realmente no sé cómo ocurrió.

La tenía encima, a un lado o a otro, rodeándome, presa de una excitación y un ansia casi salvaje. Los gemidos que se escapaban de su garganta cuando comenzó a cabalgarme, el olor especial que desprendía su piel al comenzar a sudar, el brillo de sus ojos nublados... Me hicieron rememorar cosas antiguas, lugares y miedos olvidados, éxtasis que se habían perdido con las primeras generaciones que aprendieron a escribir dejando de lado a la memoria. Había cierto énfasis ancestral en la forma en que me poseyó, mandando sobre mí, controlándome por completo, restregando su cuerpo y su sexo por el mío, marcándome de tal manera que parecía resarcirse de cuando por la tarde había tomado yo la iniciativa al bajar de la montaña. Supe que necesitaba volver a poner las cosas en su sitio.

Después, tal y como entró se fue, sin decir nada, una vez que la luna quedó oculta por unas nubes de tormenta. Cuando cerró la puerta sonaron los primeros truenos. Relámpagos que iluminaban el cielo y que descargaban su furia sobre el valle de al lado, detrás de la montaña.

Me dormí con la placidez que sigue al sexo, a pesar de la tormenta, pero el sueño fue de todo menos tranquilo. Soñé con sus ojos vigilándome, ojos que se convertían en dos llamaradas amenazantes tras las ventanas, en rayos que corrían entre los pinos del bosque, persiguiéndome en una carrera hacia la oscuridad. Soñaba que quería huir de esos ojos que me espiaban, que corría, pero los rayos se convertían en una extraña figura humana, algo parecido a un hombre que cojeaba y me sojuzgaba desde el interior del bosque. Y volvía a escuchar gritos de gente que huía asustada, y a continuación el opositor a notario aparecía en el río, peleando con la figura cojeante, pero yo no podía hacer nada, me encontraba atrapado por los ojos grises y relampagueantes de Lupe.

Tras esa noche agitada, llena de sueños que no me dejaron descansar, me levanté hecho polvo y tarde, con el tiempo justo para vestirme y salir corriendo hacia el punto de encuentro con el resto de participantes del incidente del día anterior, el juez de guardia y los agentes de la Guardia Civil. Éstos dijeron que los trabajos de búsqueda del cuerpo de Antonio Cordero habían continuado con el alba, y que aún no había resultados.

Lupe estaba con su padre, apartada de los demás. No me dirigió la mirada, ni yo creí oportuno acercarme a ella dadas las circunstancias. El dueño del hotel sí me miró, me atravesó con sus ojos. Ya no parecía el hombre flacucho del día anterior, quizá el hecho de no saber cómo actuar por lo que hice con su hija unas horas antes, más bien lo que su hija me hizo, le daba otra dimensión ante mis ojos, convirtiéndolo en un temible guardián de la virtud de su heredera: prejuicios y losas de años de judeocristianismo. El caso es que no me sentí tranquilo hasta que el hombre, tras despedirse amigablemente de los agentes y del juez, se subió con cierta dificultad en su vieja C-15 y se fue por la carretera en sentido contrario al pueblo.

La subida por el sendero fue un tanto penosa, todo el mundo en silencio, intentando guardar hasta el momento preciso los recuerdos de lo ocurrido doce horas antes. Lupe iba escoltada por los dos guardias; por la conversación que mantenían pude deducir que eran amigos de la familia, algo normal en un pueblo pequeño. Parecía que el padre había dado instrucciones precisas para que los agentes se encargaran de su pequeña.

Yo, cansado y somnoliento, me limité a responder y colaborar con el juez en todo lo que me requirió, esperando que aquello acabara cuanto antes. Revivir lo del día anterior y el recuerdo de los sueños que tuve durante la noche me estaba dejando muy mal cuerpo, despertando unas sensaciones extrañas entre la excitación de la alerta y el aletargamiento del miedo. Estaba tan cansado y confuso que no recordaba exactamente el orden en que ocurrieron los acontecimientos, incluso llegamos a tener alguna incoherencia al describir el orden exacto en el que ocurrieron los mismos. Pero qué más daba, gritos, disparo, rugidos... Todo había sucedido prácticamente al mismo tiempo, y yo quería irme de allí.

Afortunadamente las malas noticias se produjeron cuando regresamos. El cuerpo había aparecido un kilómetro río abajo en la ribera, oculto y desfigurado entre el cañaveral de la orilla. Un animal se había ensañado con el cadáver durante la noche devorando parte del cuerpo. Nos trajeron algunas prendas para confirmar que eran las del infortunado opositor a notario que cayó por el barranco el día anterior. Nos dijeron que lo demás lo comprobarían mediante el análisis del ADN, y que sería mejor ahorrarnos la visión espeluznante que los miembros del equipo de rescate habían tenido que descubrir.

Eso fue la gota que colmó el vaso. Decidí salir de allí lo antes posible y olvidar todo lo ocurrido en aquel lugar al que pretendía no volver nunca a pesar del recuerdo de Lupe. Así que sin cambiarme ni darme siquiera una ducha, hice el equipaje, me subí a la moto y me dispuse a escapar. Sin embargo los guardiaciviles me advirtieron de que la tormenta de la noche anterior había producido un desprendimiento de una ladera sobre la carretera en el puerto de acceso al siguiente valle. Ante la desesperación que vieron en mi cara, me indicaron otra ruta de montaña, casi cincuenta kilómetros más larga pero que discurría por el antiguo camino para salir del valle, por un lugar de orografía más fácil por en medio del bosque.

No lo dudé. Me fui siguiendo sus indicaciones por un camino mal asfaltado que ascendía lentamente por las faldas más suaves de la sierra bajo un túnel de árboles. El ruido del motor y el aire fresco de la mañana me ayudaron a ahuyentar los temores y las angustias de las horas previas. Prácticamente lo había olvidado todo e iba pensando en mi siguiente destino y en el tiempo extra que tardaría en llegar debido al rodeo que estaba dando. Esta amnesia se difuminó fácilmente cuando descubrí a un lado de la carretera la furgoneta del dueño del hotel.

La puerta del conductor estaba abierta y el motor en marcha. Reduje la velocidad e intenté descubrir entre los árboles la silueta del hombre. Supuse que habría parado a orinar, pero un sentimiento de alerta me prevenía de que quizá podría haberle pasado otra cosa. Casi detuve la moto al pasar junto al vehículo, y entonces un animal rugió por encima del sonido de los motores. De detrás de la furgoneta salió un lobo enorme de ojos grises y pelo negro. Nunca imaginé un lobo negro, pero aquél sin duda lo era. Mucho.

Su mirada, su mandíbula repleta de dientes bajo unas encías rojas, me paralizaron sólo con su contemplación. El animal se movió lentamente hacia mí. Cojeaba tal y como había dicho el cazador del animal al que disparó el día anterior, pero yo estaba hipnotizado, me sería imposible escapar de él. Era incapaz de girar la muñeca derecha, dar gas a la moto y salir de aquella trampa. Me cortó el camino y me miró con ojos penetrantes. Tuve la paranoia de que aquel animal formidable y terrible se asomaba dentro de mí y de mis miedos, y no podía hacer nada por evitarlo.

Se acercó lentamente, cesando en sus rugidos cuando quedó a un palmo, sin dejar de mirarme. Quería gritar, espantarlo, incluso echarme encima de él para expulsarlo de allí, pero no podía, sus ojos me decían algo. Él se limitó a husmear el aire hasta acercar su hocico a mis piernas, a reconocerme, a saber quién era yo. Me dio un par de pasadas oliendo mis ropas y mi piel.

Un escalofrío me recorrió varias veces el cuerpo al descubrir un guiño de inteligencia en el animal. Sin dejar de enseñarme los dientes se apartó y me dejó el paso franco. Luego con un rugido me sacó del trance hipnótico en el que había caído, casi me empujó a que me fuera.

No miré por el retrovisor, sólo di gas al puño de la Vespa y salí del valle convencido de que mi vida no pasaba por volver a aquel lugar. Me llevé la mano izquierda a la cara bajo la visera del casco, para pellizcarme y estar seguro de que seguía vivo. Quería gritar para confirmarlo, para aliviar la tensión, pero no pude hacerlo cuando, con los dedos frente a la nariz, noté que mi cuerpo entero seguía impregnado de su olor.
 
 

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Que salga el sol

Al azar he buscado una frase en twitter, y me he retado a escribir un relato de cien palabras más. Ahí va, casualmente con foto que he hecho esta mañana.



No tengo trucos, disfruto de la noche –dijo con una sonrisa alegre antes de darse la vuelta y desaparecer calle abajo hacia el bullicio, brillando como una gran promesa que luego se perderá en el día a día.

    Admiré por última vez el contoneo de sus caderas huidizas, felizmente atrapadas en una larga falda, blanca y veraniega, llamada a ser la preocupación de unas manos que no serían las mías. Consciente de mis incapacidades, negué resignado con la cabeza mientras ella se perdía entre la multitud, y volví a mi coche marcando un número en mi teléfono.

    Una voz femenina, adormilada, contestó.


    –Que salga el sol –ordené.