Tras
pasar toda la mañana sentado en la Vespa atravesando las llanuras
variadamente monótonas de La Mancha, no me pensé un segundo la
respuesta al dueño del hotel donde me alojaría esa noche.
-Esta
tarde a las siete haremos una excursión por el monte. Es una
actividad gratuita a la que se pueden apuntar los clientes del hotel
-me dijo una vez que me dio la llave de mi habitación-. Serán unas
dos horas y recorreremos algunos de los parajes menos conocidos pero
espectaculares del cañón.
-Me
apunto, por supuesto -respondí convencido de que sería interesante
recorrer los rincones ocultos de aquel valle agreste y escondido en
las sierras donde nacen el Segura y el Guadalquivir. Un lugar donde
caer un milímetro más allá o más acá marca el resto de la vida
de una gota de lluvia: ir a morir al Mediterráneo o al Atlántico.
El
propietario, un tanto ojeroso y de una delgadez que se me antojaba
enfermiza, sonrió innecesariamente satisfecho por mi respuesta y me
recordó la hora del desayuno. A continuación subí mi exiguo
equipaje a la habitación, pequeña y con una decoración estancada
en algún momento no muy preciso de los años setenta del siglo
pasado. Tras una breve cabezada me refresqué en la ducha y bajé al
comedor del hotel, a probar la no típica comida de los rebordes de
La Mancha suroriental.
Me
atendió una muchacha unos diez años menor que yo, y por tanto en
mitad de una juventud lozana que a mí ya se me derretía en el
calendario. Resultó ser la hija del propietario. Se movía por el
salón con una gracilidad y mando dignos de un primer violín de la
filarmónica de Viena o, dado el
ambiente rural en el que nos encontrábamos, como un alegre perro
pastor moviendo a su rebaño de camareros y clientes hacia donde ella
pretendía. Hacía valer, con su control efectivo de todo lo que
pasaba en el comedor, su condición de heredera de aquel pequeño
reino hostelero, anclado sobre una pared vertical de casi cien metros
de desarrollo por encima del río.
No
tardé en dejarme cautivar por la deferencia con la que, quise
engañarme, me trataba y por la forma sutil que tenía de dar órdenes
al personal. Así que, a pesar de estar sentado junto a una ventana
desde la que se observaba la zona más estrecha del valle, donde éste
realmente se convertía en un desfiladero profundo y amenazante
envuelto en el fragor del río, mi atención durante la comida se
entretuvo con las evoluciones de la muchacha y las sonrisas solícitas
que me dedicaba cada vez que atendía alguna de mis demandas.
Tras
aquel pequeño paréntesis fantasioso volví a mi habitación a
dormir la siesta, imitando a los habitantes de los pueblos manchegos
que había atravesado los días previos donde, después de la comida,
las calles rectas y recortadas de paredes encaladas se convertían en
un sueño post-apocalíptico; una especie de ensoñación vacía bajo
el sol implacable que atraviesa el aire limpio de la meseta más
rural. Sin duda, lo mejor que se podía hacer durante esas horas del
día era refugiarse del horno exterior y del sonido de las chicharras
incansables, buscar la oscuridad tras las persianas bajadas y
descansar a la espera de que el sol bajara unos cuantos grados, tanto
en el cielo como en el termómetro.
En
los hoteles, mientras más viejos son, más quejidos extraños se
escuchan a través de su estructura, aunque ésta sea de hormigón
armado y acero, menos proclive a los crujidos propios de la madera.
Estos ruidos suelen ser desasosegantes durante la noche,
cuando sabes que no hay nadie activo al otro lado, cuando todos
duermen y la imaginación se empeña en atribuir cualquier origen no
convencional a esos sonidos. Sin embargo durante la hora de la
siesta, a pesar del toque de queda impuesto por el sol, ahí fuera de
tu habitación continúa la actividad, y los ruidos, si no molestan,
son la vida casi tranquilizadora, anunciando que nada extraordinario
ha pasado y todo sigue en su sitio. Por ello, unos pasos por el
corredor, unos golpes sordos en alguna habitación lejana, un extraño
maullido, algo que cae; no son más que cosas que pueden ocurrir
habitualmente a las cuatro de la tarde. Así que la sinfonía apagada
y queda que de tanto en tanto amenizaba mis incipientes ronquidos no
consiguió obstaculizar la rampa por la que me deslizaba hacia el
sueño reparador.
Me
desperté con el tiempo justo para bajar a darme un baño en la
piscina, decadente y desierta, con vistas al cañón, haciendo más
evidente la soledad de aquel rincón perdido en la sierra. Tras
refrescarme me cambié para salir a caminar por el monte y acudí al
bar a por una botella de agua, donde coincidí tanto con la hija del
propietario como con una de las clientas que se apuntaba a la
excursión. Por la conversación que mantenían supe, para mi
alegría, que la heredera, como decidí apodarla, sería nuestra guía
durante el paseo por la montaña.
La
expedición estaba compuesta por dos matrimonios completamente
equipados como el argamboy excursionista. Les acompañaba la
hija adolescente de uno de dichos matrimonios, con una amiga que
hacía a la primera más llevadero el viaje con los padres
deprimentemente enrollados. Además, completaban el grupo una pareja
joven cuyo estado de ánimo conjunto variaba con una frecuencia de
cinco minutos entre el odio desgarrador y el amor chorreante, y por
último un tipo de mi edad, opositor a notario y de aspecto no menos
gris, que se presentó como Cordero.
Nada
más comenzar la excursión descendiendo hacia la vega del río en el
fondo del cañón, salió a la luz la clara intención del aspirante
a notario de cortejar a nuestra guía. Mientras los matrimonios se
dedicaban a interpelarse entre ellos y hacer chistes y observaciones
indecorosas, para mayor vergüenza de las adolescentes, y la parejita
entraba y salía de la conversación general según los reproches que
tuvieran que hacerse; el notario y yo intentábamos no alejarnos de
la cabecera de la expedición para atender las explicaciones que nos
daba nuestra guía. Además de no querer perder vista de su hermoso y
bien torneado trasero, no hay que negarlo.
Cordero,
a pesar de su apariencia más o menos gris, se mostró un duro rival
en conseguir las atenciones de la muchacha, haciendo un alarde de su
conocimiento de la botánica y la zoología de la comarca además de
las tradiciones relacionadas. Yo me limité a esperar la ocasión
para hacer algún chiste oportuno y más afortunado que los de los
maridos y a deslizar discretamente, y con la menor pedantería
posible, apuntes sobre los procesos geológicos que crearon el
paisaje que contemplábamos, a modo de refuerzo de lo que la heredera
nos contaba durante el paseo.
Avanzamos
un trecho por el fondo del cañón entre huertas que bordeaban el
río, engañosamente apacible, y pasados unos minutos cruzamos por un
pequeño puente de estilo inidentificable: por más que el notario
quisiera decir que era renacentista yo tenía claro que era una
anodina estructura del desarrollismo. Ahí supe que mi rival iba de
farol. Sí, en algún momento decidí echarme un pulso con el amigo
Cordero, a ver quién conseguía más sonrisas y respuestas de la
muchacha.
A
partir de ese punto comenzamos a ascender por un sendero empinado
que, transcurriendo a media ladera entre el bosque de pinos, se
dirigía hacia los picos que se observaban desde el comedor del
hotel, al otro lado del valle. Las adolescentes, a pesar de su
juventud, mostraron rápidamente su poca preparación para estas
actividades, incluyendo el soportar a padres desatados, así que no
tardaron ni dos minutos en quejarse e ir quedándose atrás. La madre
de una de ellas fue la primera sacrificada de la ruta, decidiendo
acompañarlas de vuelta a la actividad más relajada de languidecer
en la piscina. Los demás continuamos nuestra ruta sendero arriba,
hacia las zonas donde se había creado una reserva de cabras montesas
para atraer a cazadores y turistas.
-Pero
no sólo eso -añadió mi rival queriendo hacer notar su sapiencia-,
también hay reportes de apariciones de lobos por estas sierras,
haciendo competencia a los cazadores.
-No
puede ser -intervine algo molesto por el uso de la palabra reporte,
a mi entender innecesariamente copiada desde el inglés por el
castellano sudamericano e importada sin decoro a la península-. La
población de lobos en la submeseta sur se limita a Sierra Morena y
Despeñaperros -expliqué gustándome-. Es altamente improbable que
algunos de esos individuos hayan conseguido cruzar desde allí hasta
Cazorla, y más aún que no se hayan quedado precisamente en la misma
sierra de Cazorla; puesto que no hay informes -y remarqué la palabra
informes-
de avistamientos de lobos en ese parque natural. No creo que hayan
continuado su camino hacia estas sierras del Segura.
-Tienes
razón, son leyendas urbanas -me apoyó la heredera-. Además, cada
vez hay menos cabras por aquí, no darían para alimentar a los
lobos, ni siquiera los jabalíes.
-Seguramente
se tratará de perros asilvestrados -sentencié.
Así,
con la convicción de haber ganado ese asalto, subí con mayor ánimo
por la ladera, en busca de las fantásticas vistas que la heredera
nos aseguraba que tendríamos. Verla sudorosa y jadeante colina
arriba también era un buen aliciente. Pero tras cinco minutos de
ascensión, y cuando estábamos en un saliente del camino intentando
descubrir alguna cabra en las sierras cercanas, escuchamos unos
gritos de pánico abajo en el río. A continuación, un rugido cuyo
eco retumbó por las paredes del cañón nos heló la sangre. A
partir de ese momento la secuencia de hechos se sucedió
vertiginosamente.
Nuestra
guía, con los ojos como platos salió corriendo por el sendero
detrás del notario, que había vuelto hacia abajo para buscar un
lugar mejor desde el que ver lo qué pasaba en el fondo del valle.
-No
os mováis -fue su orden escueta.
Mientras
tanto, abajo volvimos a escuchar más gritos y un aullido extraño,
que bien podía ser el de un lobo o el de un perro. Los gritos
parecían ser de las adolescentes, lo que puso muy nervioso tanto al
padre y marido como al otro matrimonio. Yo intentaba racionalizar que
un ataque de animales salvajes en estos parajes de la península era
inconcebible, aunque sin darme cuenta me aferré con fuerza a una
rama del pino más próximo hasta que la arranqué, teniendo en mis
manos un arma más o menos contundente. Seguidamente, a la confusión
de gritos, rugidos y aullidos se unieron las voces de hombres,
también abajo en el río. Pero esta confusión no se produjo sólo
en el fondo del valle: en medio del jaleo pude distinguir, tras el
recodo del camino por donde habían desaparecido nuestros
acompañantes, gritos tanto de hombre como de mujer. Sin embargo
estos gritos quedaron apagados por un disparo sordo que identifiqué
como de escopeta de cartuchos de caza menor, y que tronó desde el
fondo del valle en nuestros oídos como si nos sacudiera allí
arriba. Los rugidos se transformaron en lamentos y las voces de los
hombres arreciaron mientras que el llanto de las adolescentes se oía
claramente desde nuestra posición.
Consumido
por la impaciencia y la incertidumbre, encabecé al grupo hacia
abajo. Todos me habían imitado y blandían ramas, palos e incluso
alguna piedra recogida del suelo. Al doblar el recodo del camino
encontramos a nuestra guía sentada sola en el suelo en una zona
donde el sendero se asomaba al precipicio. Estaba pálida, con las
manos temblado cubriéndose la cabeza y mirando hacia el río, allá
abajo.
-Ha
resbalado -dijo antes de que pudiéramos preguntar nada-. Corría muy
cerca del borde, buscando un lugar desde el que se viera lo que
pasaba abajo y ha resbalado.
Nadie
acertó a decir nada. Nos encontrábamos sobrecogidos, tan solo algún
lamento de la mujer con la que coincidí en el bar. Le ayudé a
levantarse mientras señalaba en el río el punto donde había caído
mi hasta hacía cinco minutos rival, pero era imposible distinguir
nada. Abajo los gritos de los hombres habían cesado y sólo se
escuchaba a las adolescentes llorar. No teníamos ángulo para ver lo
que ocurría. Abrazando a la muchacha le animé a seguir hacia abajo,
sin hacer preguntas, y con una mirada apremié a los demás a que nos
siguieran. Pronto los dos hombres y la pareja joven se lanzaron a
toda la velocidad que pudieron sendero abajo, armados de sus palos,
mientras que la otra mujer y yo ayudamos a la heredera a bajar a un
ritmo al principio pausado, hasta que se fue recuperando. Yo hacía
auténticos equilibrios entre darle la mano que aún me pedía con un
temblor nervioso y sujetar la rama con la que pretendía defenderme
de un posible ataque. Finalmente, y mientras nuestros predecesores
gritaban los nombres de las adolescentes y de la madre camino abajo,
nosotros fuimos recuperando el ritmo corriendo todo lo que la
prudencia aconsejaba. La excitación iba en aumento conforme nos
acercábamos al río y los gritos se hacían más cercanos,
aderezados ahora por las sirenas de los vehículos de emergencias que
llegaban de algún punto de la carretera. El bosque de pinos se nos
hacía cada vez más amenazante a ambos lados del sendero y nuestras
armas improvisadas se enredaban entre las ramas de los árboles,
haciéndonos tropezar y golpearnos en nuestra carrera. Estábamos a
un punto de la desesperación temiendo que aquello que había
desencadenado todo se nos abalanzara de repente de entre los pinos,
por eso fue indescriptible el alivio que sentimos al dejar atrás el
último tramo del sendero por la ladera y llegamos trastabillando a
la vega del río.
Mi
atención se dirigió inmediatamente a las adolescentes, en brazos de
los adultos. Parecían estar físicamente bien, aunque unos
sanitarios llegados en ambulancia les curaban unas heridas en las
piernas. Afortunadamente parecían rasguños sin importancia debidos
a una caída. También había un par de guardiaciviles hablando con
sendos paisanos, uno de los cuales sujetaba aún una escopeta entre
sus manos; el otro un hacha. Sus manos seguían temblando.
Sin
dejar de abrazar a la muchacha me dirigí hacia los agentes para
comunicarles lo ocurrido arriba.
-Lupe,
zagala, ¿estás bien? -preguntó uno de los guardiaciviles al
vernos. Ella parecía que seguía en estado de shock.
Expliqué
lo ocurrido arriba, al menos lo que sabía. Luego Lupe, por fin
conocí su nombre, contó cómo salió corriendo detrás de Cordero,
y parece que debido al ruido de abajo, quizá por el eco del disparo
de la escopeta, cayeron unas piedras desde la ladera junto a la que
transcurría el sendero en ese punto. Una de ellas golpeó al hombre
en la cabeza mientras que otras le hicieron resbalar, cayendo por la
ladera hacia el río.
Apenas
quedaba una hora de luz, por lo que ya no podríamos subir con los
agentes para que realizaran su informe del accidente en el mismo
lugar de los hechos. Nos convocaron a todos al día siguiente por la
mañana, temprano, para subir de nuevo al punto donde resbaló el
opositor a notario y reconstruir los hechos. Como testigos del
accidente deberíamos quedarnos en el hotel hasta que el juez llegara
mañana y determinara el siguiente paso.
Por
otro lado, con voluntarios del pueblo que se habían acercado
atraídos por el jaleo, se organizaron sendas partidas de búsqueda,
tanto del animal que atacó a las adolescentes y a la madre de una de
ellas, como del cuerpo del infortunado Cordero. Al menos mientras las
condiciones de luz lo permitieran.
Aunque
los testigos presenciales del ataque aseguraron a los agentes que se
trataba de un animal enorme, quizá un león escapado de algún
circo, aseguraron, yo ayudé a los guardiaciviles a tranquilizar a
los vecinos, prestos a difundir cualquier clase de rumor
descabellado.
-No
es un felino o cualquier otro animal que no conozcamos por estas
sierras -intervine en el debate que se estaba abriendo-. Tranquilos,
hace unos años también se creyó ver a una leona por las sierras
del Maestrazgo, entre Teruel, Castellón y Tarragona, pero se trataba
de un perro muy grande. Yo, que no he visto al animal y sólo lo he
escuchado sé que no estoy condicionado por el miedo o las
equivocaciones de mi vista. Desde allí arriba he escuchado
claramente los aullidos de un cánido.
De
todas formas, y para aplacar los ánimos, los agentes recogieron unas
muestras de sangre del animal. El cazador, en el tiro que dio a la
desesperada cuando el animal se abalanzaba sobre las mujeres,
consiguió herirlo y hacer que huyera, dejando un débil rastro de
sangre en el camino junto al río. Los sanitarios llevarían esa
muestra hasta la capital para que la analizaran en los laboratorios
de la Facultad de Biología y salir así de dudas.
Ya
de noche en el hotel, rodeado de paredes y gente, y tras un baño
hipnótico en la piscina contemplando las estrellas a través de los
lucernarios, parecía que todo hubiera ocurrido mucho tiempo atrás.
Acudí a la cena tranquilo y con la intención de conversar sobre el
hecho con el propietario, puesto que era él quien normalmente solía
hacer de guía en las excursiones, según me contó su hija. Durante
el paseo, antes del incidente, nos explicó que su padre conocía
cada rincón de la comarca como si fuera la palma de su mano: cada
sendero, cada árbol especial, cada abrevadero de animales salvajes,
por dónde merodeaban los jabalíes, dónde se escondían las cabras
montesas... Tenía la curiosidad de saber su opinión, y de si mi
hipótesis del perro grande podía ser acertada. Que los lobos se
hubieran adentrado en aquellas sierras y atacado a la luz del día a
un grupo de personas debería cambiar mucho la idea sobre la
distribución y hábitos de esos animales. Era un fenómeno
totalmente insólito.
Pero
no fue posible. No le vi por ningún sitio y tampoco quise importunar
a nadie en un momento como aquél, ni ir haciendo preguntas cuando
las víctimas del ataque, también en el comedor, seguían aún
afectadas. A quien sí vi fue a Lupe. Pero esa noche ya no desplegaba
su actividad de mando, estaba en un rincón muda y pálida, casi
ausente, sin prestar atención a lo que se desarrollaba en sus
dominios. Una vez atendido por otro camarero, se dio cuenta de mi
presencia y acudió a mi mesa. Vino a darme las gracias por haber
tirado de ella ahí arriba en el monte, cuando se quedó petrificada.
Ése
fue el primer momento en el que pude observarla con detenimiento,
frente a frente, sin ser un voayeur indiscreto que la espiara
desde su ignorancia. De melena larga y negra como una noche sin luna,
recogida en una cola alta, destacaba una mecha gris, el mismo color
de sus ojos. Su mirada era niebla turbia, hecha para desorientarte,
para perderte en medio de una cara de frente despejada y proyectada
hacia delante, como un desafío. Sin embargo su sonrisa amplia hacía
las paces con el mundo, pero manteniendo un rictus que recordaba
cierta agresividad, un punto de atención sobre hasta dónde podías
llegar con ella. El pelo recogido mostraba generosamente el cuello,
poderoso e incitador. Encima de la mesa, las manos acompañaban con
el movimiento a su voz atenta, con un timbre dulce que nunca hubiera
imaginado manchego. Eran manos y muñecas de aspecto fuerte, como el
cuello, sin concesiones pero de una movilidad y una flexibilidad
extrañamente gráciles y atractivas.
Mientras
la observaba me costó seguir el hilo de su agradecimiento por
haberla ayudado. Se había visto sola porque su padre tuvo que salir
a atender unos asuntos a la capital y con el ataque y el posterior
accidente, delante de sus propios ojos, se había quedado en blanco,
paralizada ante el pensamiento de que sería incapaz de estar a la
altura de las circunstancias. Y por eso daba tanto valor a mi gesto
de tirar de ella y ayudarle a ponerse en marcha. Decía que evité
que se quedara atrapada por el miedo.
-Tranquila,
todos pasamos miedo -le respondí-, sólo que a ti te miró
directamente a los ojos cuando Cordero tropezó y cayó.
Finalmente,
y viendo que la conversación le ayudaba a animarse y a desvelar las
brumas que le estaban rondando, terminé por invitarle a que se
quedara a cenar conmigo y me contara cosas de la vida en aquel lugar
y la gestión de un hotel. Le confesé que era uno de mis sueños
ocultos: gestionar algún hotelito rural en un lugar apartado de las
preocupaciones de la gran ciudad. Tras los postres, con los chupitos
que pedimos para terminar de espantar al miedo, terminamos por reír
y contar algún chiste, una vez que el resto de clientes se había
marchado del salón y sólo quedaba el camarero recogiendo y
limpiando. Al fondo de la niebla de sus ojos parecía divisarse algún
claro, quizá sólo el brillo del alcohol.
Cuando
el camarero advirtió a su jefa de la hora y pidió las órdenes para
el desayuno del día siguiente, dimos por concluida la velada. Nos
despedimos al pie de la escalera y me dirigí hacia mi habitación
reflexionando sobre los recodos caprichosos de la vida. Una muerte en
la montaña y un ataque de un animal salvaje en un rincón alejado de
una comarca recóndita habían provocado que terminara cenando con la
muchacha a la que había admirado durante la comida.
-¿Y
qué me quedará por ver? -musité mientras abría la puerta de mi
habitación.
La
ventana estaba abierta, y con la brisa refrescante del fondo del
cañón se colaban las incertidumbres y la oscuridad que venían
desde el otro lado del río. Vencí el impulso de cerrar la puerta
del balcón y me quedé a oscuras sobre la cama sin deshacer,
escuchando los rumores que llegaban desde fuera. Apenas basta un
minuto para habituar al oído a los rumores del bosque. Por encima
del fragor del río se escuchaban los grillos, algún mochuelo,
incluso un cuco, las copas de los árboles protestando por el
balanceo al que las somete el viento; y dentro del hotel los crujidos
clásicos de cualquier edificio en el silencio de la noche.
Con
los ojos abiertos, fijos en las sombras que las aspas del ventilador
arrojaban sobre el techo, estaba intentando decidir el efecto del
alcohol sobre mi entendimiento, cuando un ruido distinto captó mi
atención. Parecían pasos amortiguados por la moqueta del pasillo,
¿o quizás ecos lejanos de ramas partiéndose ahí fuera? Era
incapaz de distinguirlos. Contuve la respiración para escuchar con
más claridad. El movimiento de la cortina hacía bailar las sombras
en el techo, y unos golpes suaves, tres, sonaron en mi puerta. El
corazón me dio un brinco. No sabía si me estaba durmiendo y lo
había soñado o si por el contrario alguien llamaba. Me levanté de
un brinco, como si un estado felino se hubiera hecho dueño de mis
acciones, y caminé de puntillas hacia la puerta. Con todo el sigilo
posible abrí la mirilla. Allí estaba su mirada. Brillaba en la
oscuridad, y tuve la extraña certeza de que sabía que yo estaba
observando desde dentro, y que había sabido de mi vigilancia desde
el primer momento en que la vi al mediodía. Abrí la puerta.
-Hola
Lupe.
Entró
sin responder, pasando a mi lado como una sombra y dirigiéndose a la
ventana. La seguí y me senté en la cama, detrás de ella. Tras la
silueta de su pelo recogida en una cola alta, y recortada sobre la
colina que había al otro lado, fue descubriéndose la luna llena.
Esperó paciente a que saliera por completo, en silencio, asimilando
los sonidos del exterior; parecía que acechaba. Una vez que la luna
brilló en toda su circunferencia, se sentó a mi lado y me abrazó.
Lo demás vino solo. Y realmente no sé cómo ocurrió.
La
tenía encima, a un lado o a otro, rodeándome, presa de una
excitación y un ansia casi salvaje. Los gemidos que se escapaban de
su garganta cuando comenzó a cabalgarme, el olor especial que
desprendía su piel al comenzar a sudar, el brillo de sus ojos
nublados... Me hicieron rememorar cosas antiguas, lugares y miedos
olvidados, éxtasis que se habían perdido con las primeras
generaciones que aprendieron a escribir dejando de lado a la memoria.
Había cierto énfasis ancestral en la forma en que me poseyó,
mandando sobre mí, controlándome por completo, restregando su
cuerpo y su sexo por el mío, marcándome de tal manera que parecía
resarcirse de cuando por la tarde había tomado yo la iniciativa al
bajar de la montaña. Supe que necesitaba volver a poner las cosas en
su sitio.
Después,
tal y como entró se fue, sin decir nada, una vez que la luna quedó
oculta por unas nubes de tormenta. Cuando cerró la puerta sonaron
los primeros truenos. Relámpagos que iluminaban el cielo y que
descargaban su furia sobre el valle de al lado, detrás de la
montaña.
Me
dormí con la placidez que sigue al sexo, a pesar de la tormenta,
pero el sueño fue de todo menos tranquilo. Soñé con sus ojos
vigilándome, ojos que se convertían en dos llamaradas amenazantes
tras las ventanas, en rayos que corrían entre los pinos del bosque,
persiguiéndome en una carrera hacia la oscuridad. Soñaba que quería
huir de esos ojos que me espiaban, que corría, pero los rayos se
convertían en una extraña figura humana, algo parecido a un hombre
que cojeaba y me sojuzgaba desde el interior del bosque. Y volvía a
escuchar gritos de gente que huía asustada, y a continuación el
opositor a notario aparecía en el río, peleando con la figura
cojeante, pero yo no podía hacer nada, me encontraba atrapado por
los ojos grises y relampagueantes de Lupe.
Tras
esa noche agitada, llena de sueños que no me dejaron descansar, me
levanté hecho polvo y tarde, con el tiempo justo para vestirme y
salir corriendo hacia el punto de encuentro con el resto de
participantes del incidente del día anterior, el juez de guardia y
los agentes de la Guardia Civil. Éstos dijeron que los trabajos de
búsqueda del cuerpo de Antonio Cordero habían continuado con el
alba, y que aún no había resultados.
Lupe
estaba con su padre, apartada de los demás. No me dirigió la
mirada, ni yo creí oportuno acercarme a ella dadas las
circunstancias. El dueño del hotel sí me miró, me atravesó con
sus ojos. Ya no parecía el hombre flacucho del día anterior, quizá
el hecho de no saber cómo actuar por lo que hice con su hija unas
horas antes, más bien lo que su hija me hizo, le daba otra dimensión
ante mis ojos, convirtiéndolo en un temible guardián de la virtud
de su heredera: prejuicios y losas de años de judeocristianismo. El
caso es que no me sentí tranquilo hasta que el hombre, tras
despedirse amigablemente de los agentes y del juez, se subió con
cierta dificultad en su vieja C-15 y se fue por la carretera en
sentido contrario al pueblo.
La
subida por el sendero fue un tanto penosa, todo el mundo en silencio,
intentando guardar hasta el momento preciso los recuerdos de lo
ocurrido doce horas antes. Lupe iba escoltada por los dos guardias;
por la conversación que mantenían pude deducir que eran amigos de
la familia, algo normal en un pueblo pequeño. Parecía que el padre
había dado instrucciones precisas para que los agentes se encargaran
de su pequeña.
Yo,
cansado y somnoliento, me limité a responder y colaborar con el juez
en todo lo que me requirió, esperando que aquello acabara cuanto
antes. Revivir lo del día anterior y el recuerdo de los sueños que
tuve durante la noche me estaba dejando muy mal cuerpo, despertando
unas sensaciones extrañas entre la excitación de la alerta y el
aletargamiento del miedo. Estaba tan cansado y confuso que no
recordaba exactamente el orden en que ocurrieron los acontecimientos,
incluso llegamos a tener alguna incoherencia al describir el orden
exacto en el que ocurrieron los mismos. Pero qué más daba, gritos,
disparo, rugidos... Todo había sucedido prácticamente al mismo
tiempo, y yo quería irme de allí.
Afortunadamente
las malas noticias se produjeron cuando regresamos. El cuerpo había
aparecido un kilómetro río abajo en la ribera, oculto y desfigurado
entre el cañaveral de la orilla. Un animal se había ensañado con
el cadáver durante la noche devorando parte del cuerpo. Nos trajeron
algunas prendas para confirmar que eran las del infortunado opositor
a notario que cayó por el barranco el día anterior. Nos dijeron que
lo demás lo comprobarían mediante el análisis del ADN, y que sería
mejor ahorrarnos la visión espeluznante que los miembros del equipo
de rescate habían tenido que descubrir.
Eso
fue la gota que colmó el vaso. Decidí salir de allí lo antes
posible y olvidar todo lo ocurrido en aquel lugar al que pretendía
no volver nunca a pesar del recuerdo de Lupe. Así que sin cambiarme
ni darme siquiera una ducha, hice el equipaje, me subí a la moto y
me dispuse a escapar. Sin embargo los guardiaciviles me advirtieron
de que la tormenta de la noche anterior había producido un
desprendimiento de una ladera sobre la carretera en el puerto de
acceso al siguiente valle. Ante la desesperación que vieron en mi
cara, me indicaron otra ruta de montaña, casi cincuenta kilómetros
más larga pero que discurría por el antiguo camino para salir del
valle, por un lugar de orografía más fácil por en medio del
bosque.
No
lo dudé. Me fui siguiendo sus indicaciones por un camino mal
asfaltado que ascendía lentamente por las faldas más suaves de la
sierra bajo un túnel de árboles. El ruido del motor y el aire
fresco de la mañana me ayudaron a ahuyentar los temores y las
angustias de las horas previas. Prácticamente lo había olvidado
todo e iba pensando en mi siguiente destino y en el tiempo extra que
tardaría en llegar debido al rodeo que estaba dando. Esta amnesia se
difuminó fácilmente cuando descubrí a un lado de la carretera la
furgoneta del dueño del hotel.
La
puerta del conductor estaba abierta y el motor en marcha. Reduje la
velocidad e intenté descubrir entre los árboles la silueta del
hombre. Supuse que habría parado a orinar, pero un sentimiento de
alerta me prevenía de que quizá podría haberle pasado otra cosa.
Casi detuve la moto al pasar junto al vehículo, y entonces un animal
rugió por encima del sonido de los motores. De detrás de la
furgoneta salió un lobo enorme de ojos grises y pelo negro. Nunca
imaginé un lobo negro, pero aquél sin duda lo era. Mucho.
Su
mirada, su mandíbula repleta de dientes bajo unas encías rojas, me
paralizaron sólo con su contemplación. El animal se movió
lentamente hacia mí. Cojeaba tal y como había dicho el cazador del
animal al que disparó el día anterior, pero yo estaba hipnotizado,
me sería imposible escapar de él. Era incapaz de girar la muñeca
derecha, dar gas a la moto y salir de aquella trampa. Me cortó el
camino y me miró con ojos penetrantes. Tuve la paranoia de que aquel
animal formidable y terrible se asomaba dentro de mí y de mis
miedos, y no podía hacer nada por evitarlo.
Se
acercó lentamente, cesando en sus rugidos cuando quedó a un palmo,
sin dejar de mirarme. Quería gritar, espantarlo, incluso echarme
encima de él para expulsarlo de allí, pero no podía, sus ojos me
decían algo. Él se limitó a husmear el aire hasta acercar su
hocico a mis piernas, a reconocerme, a saber quién era yo. Me dio un
par de pasadas oliendo mis ropas y mi piel.
Un
escalofrío me recorrió varias veces el cuerpo al descubrir un guiño
de inteligencia en el animal. Sin dejar de enseñarme los dientes se
apartó y me dejó el paso franco. Luego con un rugido me sacó del
trance hipnótico en el que había caído, casi me empujó a que me
fuera.
No
miré por el retrovisor, sólo di gas al puño de la Vespa y salí
del valle convencido de que mi vida no pasaba por volver a aquel
lugar. Me llevé la mano izquierda a la cara bajo la visera del
casco, para pellizcarme y estar seguro de que seguía vivo. Quería
gritar para confirmarlo, para aliviar la tensión, pero no pude
hacerlo cuando, con los dedos frente a la nariz, noté que mi cuerpo
entero seguía impregnado de su olor.