viernes, 21 de junio de 2013

Sin coordenadas


‑¿En qué piensas? –pregunta junto a mi oreja derecha, cuyo lóbulo besaba exasperantemente dulce.

‑En la batería de mi GPS –respondo ahogando un suspiro de placer mientras comienza a desamordazarme, deshaciendo los nudos que me habían impedido mordisquear el interior de sus muslos, husmear como un sabueso ansioso el camino que baja zigazgueante desde sus pezones al ombligo, y más allá.

Mis manos recobraban la movilidad por la que suplicaba de placer unos minutos antes, cuando ella se varó en mí, pivotó alrededor del foco de todas mis sensaciones para culminar salvajemente con la expulsión de toda la furia almacenada a lo largo de su juego inicial. Un juego durante el que me recorrió entero, ganándose mi confianza, disolviendo mis temores en la humedad de su lengua, ofreciéndome breves raciones de su piel, dejándome apenas acariciar, oler o siquiera ver cada uno de los contundentes rincones de su cuerpo, encendiendo una mecha que parecía apagada en el momento en el que desperté atado en la oscuridad de un cuarto cerrado, a merced de los cuchillos de claridad que entraban por las rendijas de la puerta y la persiana, a expensas de lo que hiciera conmigo la silueta de mujer que se movió furtiva desde la ventana hasta el colchón en el que recuperé la consciencia.

Recordaba que apenas había comenzado a decir «hola» a los ojos subyugantes que aparecieron tras la puerta cuando unos cascotes del techo me hicieron caer de bruces contra los pechos oprimidos de mi improvisada anfitriona. Debí haber tomado mis precauciones al acercarme porque la casa no ofrecía un gran aspecto, sin duda necesitaba unos arreglos, pero la marca y modelo del coche aparcado en la puerta anunciaban que alguna persona de bien frecuentaba aquel lugar al que llegué por un camino polvoriento escondido entre los zarzales del fondo de una rambla reseca. Allí habría alguien que podría ayudarme a cambiar la rueda de mi coche o, en su defecto, llamar a una grúa y dar señal de nuestra ubicación.

Aunque pareciera imposible, me había perdido mientras conducía por aquel paraje desértico que tan bien creía conocer, y había reventado un neumático al intentar cruzar un camino imposible en el que me atasqué tras pasarme de largo las indicaciones que el viento de la semana anterior había arrancado de cuajo, y que supuestamente yo debía reubicar.

Caminando en busca de ayuda bajo el sol severo del mediodía sonreía para mis adentros recordando las frases que exclamaba un amigo cuando nos perdíamos, entre las que se incluía un «Aquí es donde nos acuchillan»; muy idónea para andar por la red laberíntica de caminos del aquel paraje. Recordé la frase de marras justo cuando la batería de mi GPS murió.

En el último intento para volver a conectar el aparato sonreí al recordar lo que yo siempre solía responderle: «Imagínate que antes nos violan». Por suerte a lo lejos se veía una casa.




Sin coordenadas es el último relato que me han publicado, en la revista ilicitana El picudo blanco, que acaba de salir a la calle en Elche.

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