viernes, 17 de mayo de 2013

Los cronómetros

"Phileas Fogg había dejado su casa de Saville Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform Club (...)"
 
 
Así empieza el tercer capítulo de La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne, historia que he leído en libro y en cómic y que he visto en película y en aquella fantástica serie de dibujos animados de los años 80. De aquel personaje excéntrico y metódico llamado Phileas Fogg (aunque haya toda una generación de españoles que lo conozca como Willy Fog) me alucinaba su cronométrico estilo de vida, perfectamente resumido en la cantidad exacta de pasos que necesitaba cada día para llegar desde su casa hasta el Reform Club, donde pasaba todo el día.
 
Quizá por ese recuerdo que tengo del personaje, he llegado a darme cuenta de que en nuestra vida diaria quizá llegamos a ser tan milimétricos como él. Como más se nota esto es en el camino diario al trabajo por las mañanas, cuando casi tenemos tasado cada movimiento que hacemos, cada cepillada de dientes e incluso el tiempo que esperamos al ascensor para bajar a la calle.
 
En Valencia, durante años me he cruzado con las mismas personas por el mismo tramo de calle, todas las mañanas. Si estaba unas semanas de vacaciones o nueve meses destinado en Castellón, a mi vuelta a las rutinas diarias por las calles de Benimaclet (echo mucho de menos mi barrio valenciano) camino del trabajo, me volvía a encontrar con esas personas que llevaban a sus hijos al colegio por la acera de Doctor Zaragoza, a los vendedores del mercadillo de los viernes en la calle Reverendo Tramoyeres montando la misma parte de estructura de su puesto, y a los empleados de las oficinas de los bajos de la calle Guardia Civil.
 
Y al saber que seguían allí, al ver que cada mañana los volvería a ver, y que a pesar de haber estado semanas o meses fuera, lejos de ese entorno tan familiar, tan "de siempre", la vida seguía igual en apariencia, me sentía reconfortado. Me tranquilizaba ver que las referencias que tenía en mi camino diario no habían mutado, y que podía retomar mis paseos donde los había tomado. Sabía que era capaz de retomar y mantener las rutinas que tenía tiempo atrás en casa, desde que me levantaba hasta que salía por la puerta de casa.
 
Ahora la vida, la crisis o las exigencias del mercado me han traído a Madrid, a recorrer un camino diario mucho más largo, con más semáforos, más posibles imprevistos, a vivir a un piso más alto con un ascensor más lento y que puede ser interceptado por más vecinos. Sin embargo, me he sorprendido al comprobar que sigo manteniendo la precisión en el recorrido al trabajo.
 
Me levanto todos los días a la misma hora (7:45), y según lo que estén diciendo en la radio en cada momento (si están con el tráfico en Madrid, terminando los deportes, o haciendo el anuncio de los electrones,...) sé si voy con retraso o adelanto. Y una vez que he apagado la radio y salgo hacia la calle, llamado al ascensor a las 8:00, en mis rutinas sé que cronométricamente:
  • he de encontrarme al portero metiendo los cubos de basura al portal,
  • veré a las camareras del Tubo 33 sacando las sillas a la terraza,
  • me cruzaré en Clara del Rey con una chica que me recuerda a la hermana de Silvia,
  • me toparé a mitad de María de Molina con el calvo de mirada gris y traje oscuro que lleva unos auriculares enormes,
  • aparecerá la chica de la bicicleta y pañuelo a modo de mascarilla cruzando la calle Velázquez a la altura de López de Hoyos,
  • estará el tipo que me recuerda al padre de José Juan en el semáforo de la Castellana,
  • en la esquina con General Martínez Campos aparecerá la rubia alta de mirada tranquila y bien vestida,
  • en la calle Miguel Ángel estarán los mismos adolescentes cruzando el semáforo junto a la Dirección General de la Policía,
  • a lo largo de Rafael Calvo se suceden la señora paseando a un perro feo (cuya raza no me importa en absoluto), unos niños de aspecto aristocrático y repelentemente peinados, vestidos con sus uniformes escolares, un padre en mono azul cobalto de trabajo con sus dos pequeños de la mano, un par de utilitarios con matrícula roja del servicio diplomático avanzando por el último tramo de calle, y
  • se marcarán las 8:33 en la máquina de fichar cuando le paso la tarjeta al entrar en la oficina.
Es raro el día que no se cumple milimétricamente este programa y que los semáforos no se abren y cierran al ritmo de mis pasos. A veces me asusta.
 
Y además, le saco 8 minutos al Google maps (que tampoco cuenta el minuto y pico de espera de ascensor y llegada al portal).

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